Sé de sobra que no está bien visto hablar mal de quienes han
muerto., También sé que a los hombres públicos, mejor dicho, a su imagen, la
muerte suele sentarles muy bien.
Hoy he amanecido envuelto en los cantos de alabanza a la figura
de este hombre, Manuel Fraga, incapaz de concebir su vida al margen del poder y
supongo que muchas de las cosas que de él se han dicho son ciertas y dignas de
elogio, pero a mí me resulta imposible no recordarle sentado a la mesa de
consejos de ministros, m los de Franco, en los que se firmaban penas de muerte.
Tampoco puedo olvidarme de su autoritarismo ni de su coqueteo con el mayor acto
de crueldad y soberbia que puede tener un hombre y que no es otro que el de
quitar la vida a un semejante, aunque se
haga en nombre del bien común o de la justicia.
Siempre que surge este tema evoco la figura de Nicolás
Salmerón, aquel presidente de la República Española que dejó la jefatura del
Estado parea no tener que firmar la pena de muerte decretada contra un grupo de
militares que se habían levantado contra su gobierno.
Creo que la grandeza y la rectitud de conciencia de loas hombres
no es circunstancial o de quita y pon. Los principios son, quizá, lo único que
merece la pena conservar.
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