Debe ser mucho el miedo que atenaza los españoles, porque,
por menos de lo que estamos viviendo, en otros tiempos, los ciudadanos habrían
tomado las calles. Debe ser mucho el miedo o ha debido ser mucho lo que ha
cambiado la sociedad en España.
Uno tiende siempre a creer que la sociedad es como la vemos,
pero la cruda verdad es que la sociedad es como es. Es la vieja paradoja que
podría resumirse en que, por desgracia, vemos las cosas no como son, sino como
somos. Quizá por eso la gente no se mueve como yo me moví y se movieron otros
españoles de mi generación. Bien es verdad que eran otros tiempos, que a la
universidad se iba a algo más que a obtener un expediente tan brillante como
inútil en el mercado de trabajo, que, en los tajos, los trabajadores eran
conscientes de su fuerza y que, en general, los ciudadanos de este país no
agachaban la cabeza con la facilidad con que lo hacen ahora.
De vez en cuando pongo en práctica un ejercicio tan
beneficioso como desolador y que no es otro que dejarse caer por un centro
comercial de esos que sitian a todas las ciudades de un cierto tamaño que hay
en España o en cualquier otro país de nuestra área y hacerlo, a ser posible, un
sábado por la tarde. Ese es el país en que vivimos. Todos esos chándales, todas
esas barriguitas cerveceras, todas esas tribus de poligoneros constituyen el
tejido social que vota o deja de hacerlo y protesta o deja de hacerlo. Y si uno
se deja caer con los ojos bien abiertos en medio del torrente de clientes y
mirones que llenan los pasillos, todos iguales, de esos centros comerciales,
todos iguales, se dará cuenta de que, en medio de la masa, se adormece la conciencia.
Uno se da cuenta de que es vigilado, conducido y, a veces, humillado por esa
máquina perfecta de vender, donde el olor a gofre y kebab se alterna con los
estúpidos "aromas inteligentes" que algún listo a vendido a las
tiendas haciéndoles creer que, como las feromonas, desatan el deseo en los
clientes.
Esa masa es la que tendría que echarse a la calle ahora que
uno de cada cinco españoles que quiere trabajar no puede hacerlo. De momento
está dormida, empujando su carrito mientras mira el reloj para llegar a casa
con tiempo de ver el partido. Pero, ojo, todo tiene un límite y ese límite está
a punto de alcanzarse.
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