jueves, 13 de junio de 2019

DEMASIADA CÁRCEL


Ayer, supongo que, como muchos catalanes y no catalanes, me asomé al acto final del juicio contra los acusados de ser responsables de los hechos que hemos acabado por llamar "el procés", siguiendo la terminología de los independentistas, eficaces como pocos en el manejo del relato, con ese aparato de información y propaganda que ostentar el gobierno de la Generalitat pone a su disposición. Ese acto final que precedió al "visto para sentencia" del presidente Marchena, consistió en el uso de la palabra, la última palabra que el derecho procesal otorga a los acusados y al que ninguno de los trece acusados quiso renunciar.
De los discursos ante la sala, improvisados unos, escritos otros, puede desprenderse el perfil de cada uno de ellos. Los hubo prudentemente altivos, los hubo desde la soberbia más evidente, los hubo incluso dictados por la cobardía y la soberbia. En la mayoría de ellos hubo asunción, sólo relativa, de la responsabilidad de lo que ocurrió en esos vertiginosos meses de septiembre y octubre de 2017. Cada uno de ellos, salvo Jordi Cuixart, que asumió plenamente el papel de mesías, crucifixión incluida, trató de ponerse a salvo, jugando, a mi juicio burdamente, con la preeminencia de los derechos que como ciudadanos tienen, sobre las obligaciones que además tienen, teniendo en cuenta su posición y las responsabilidades que, se supone, debían haber asumido al formar parte del Estado.
Del mismo modo que jugaron con los derechos y las responsabilidades, lo hicieron también con las culpas y las creencias, como creyéndose actores, juguetes de un destino superior e inapelable que, antes o después, acabará por triunfar, gracias a su impulso y su sacrificio. Ese fue el caso del mismo Cuixart y, claro, el de Oriol Junqueras que se definió como un padre de familia llegado a la política ya en su madurez y que invocó, como casi todos, al diálogo que, cuando estuvo en sus manos, no quiso explorar, siendo como era por aquel entonces vicepresidente de la Generalitat y figurando como impulsor de la proclamación de la efímera independencia.
La que fuera presidenta del Parlament de Catalunya, Carme Forcadell, elegante como siempre, en el atuendo al menos, vino a decir que no sabía por qué estaba allí, que se la había acusado por quién era y no por lo que hizo, que siempre había estado a favor del diálogo y la palabra, olvidando y, de paso, pretendiendo que olvidásemos que fue ella y no otro quien negó a la oposición la posibilidad de debatir en el plano aquellas leyes absurdas que pretendieron dinamitar de un plumazo, no sólo la Constitución sino, también, el Estatuto de Autonomía dentro del que se estaban moviendo.
Así unos y otros, más o menos dignos de piedad, más o menos horma de ese zapato con el que pisotearon el marco legal hace casi dos años, pero todos con la dignidad de haber asumido en su momento la obligación de presentarse ante un tribunal que, como pudieron comprobar, les podía enviar a la cárcel. Por eso fue ensordecedor el silencio sobre quienes no estaban ante el tribunal, en especial, el verdadero responsable de todo, Carles Puigdemont, hoy en su cómodo retiro de Waterloo, cómodo comparado con las celdas de sus compañeros, arrastrados o no por él a aquel destino. Un silencio que se encargó de romper Santi Vila, el conseller que se fue del gobierno cuando se dio cuenta del desastre al que Puigdemont les llevaba. Por eso no dudó en señalarle en su alegato final como el responsable del "despropósito" en el que todo acabó. Habló en su turno, para mí el más interesante de todos, de la sucesión de hechos y acontecimientos que, inevitablemente, conducía a lo que ocurrió. Habló de ello y de cómo nadie supo o quiso verlo, Habló del lehendakari Urkullu y de cómo fue traicionado por Puigdemont el acuerdo alcanzado para convocar elecciones y poner el contador de nuevo a cero para encontrar una solución al bucle infernal en que unos y otros habían convertido el futuro de Cataluña. No pidió nada para sí, salvo que la sentencia fuese un primer paso hacia esa salida.
Exactamente lo mismo que yo, que amo profundamente a Cataluña y que quiero lo mejor para ella y sus gentes, todas, quiero una Cataluña tan madura como la imaginé siempre, al lado del resto de España, una Cataluña que no será nunca como la quiero si la sentencia se convierte en escarmiento, una Cataluña que deje de ser argumento para la demagogia de la peor de las derechas que hoy son todas, una Cataluña que tenga cosas más importantes en qué pensar que en lazos y presos, una Cataluña, en fin, de todos y para todos los catalanes. 
Espero que esa Cataluña llegue y que la sentencia sea, como digo, el primer paso, porque si me resultó penosos comprobar como la cárcel, ya va para dos años, ha deteriorado a la mayoría de los acusados, no quiero ni imaginarme lo que sería con las penas, a mi juicio desproporcionadas, que se han pedido para ellos. Es demasiada cárcel, para ellos y para cualquiera.

No hay comentarios: