Las aguas de la familia socialista andan revueltas a
propósito del acuerdo alcanzado con el PP para cerrar la lista para la
renovación del Consejo General del Poder Judicial. Y andan revueltas porque en
esa lista va, a propuesta del PP, el magistrado que puso en marcha la
iniciativa de unificar y llevar al pleno, de mayoría conservadora, todos
los recursos que hasta ahora han paralizado las medidas de
privatización y repago de la sanidad pública madrileña. Poe ello, Tomás Gómez,
el más díscolo de los barones regionales socialistas, insiste en que no se
puede premiar a quien quiere alterar de ese modo la natural marcha de la
justicia.
A propósito de este asunto me vienen a la cabeza todas las
imágenes y las frases grandilocuentes que sobre la justicia y su alcance
por igual a todos y en todas partes se vienen repitiendo desde hace siglos y
que hacen que quienes necesitamos creer en ella mantengamos la fe en la señora
de ojos vendados con la balanza en su derecha. Una fe necesaria, como digo, que
se resquebraja en cuanto le llegan a uno noticias de todos esos cambios de
cromos que se hacen a sus espaldas en los despachos y cenáculos del poder.
De todos es sabido que las leyes se escriben con tanta
ambigüedad como para que sea precisa la interpretación que de ella hagan los
jueces y que es, precisamente, en el concurso de esos jueces donde radica la
diferencia que inclina la balanza a uno u otro lado, No es de extrañar,
pues, que los partidos traten de apuntalar su poder y sus decisiones,
reforzándolo con la garantía de tribunales "amigos" para el caso
de que ellos o sus leyes tengan que verse ante ellos.
Podría parecer por lo que escribo que soy contrario al
consenso, una práctica que permitió llegar tan lejos a este país cuando estaba
necesitado de las reformas que le permitieran salir de la dictadura para entrar
en la democracia, y nada más lejos de la realidad, porque soy partidario de la
negociación y el acuerdo allá donde sea posible. Pero en esto, como en todo,
hay acuerdos y acuerdos.
Me viene a la memoria ante este pacto, en mi opinión
vergonzante, otro pacto sobre justicia que fue el que alcanzó desde la
oposición, entonces al gobierno Aznar, el inefable Juan Fernando López Aguilar,
que acabaría siendo ministro de Justicia del primer gobierno Zapatero y que
hipotecó muchas de las posteriores decisiones de los tribunales. En aquella
ocasión primó más la búsqueda de la foto y expandir la idea del
"talante" que el sometimiento a los principios. Así nos fue después,
cuando el Constitucional freno y torpedeó decisiones importantes que se han
convertido hoy en pesados lodos que lastran nuestros pasos hacia la necesaria
transformación del estado que comenzó a andar hace ya treinta y cinco
años.
Todos los males de este país que no hace tanto era
sociológicamente de izquierdas, provienen del abandono de sus principios del
que fuera el máximo representante de esa mayoría progresista que tanto necesita
de un partido que se parezca a ella. Va a ser muy difícil, si no imposible, que
los madrileños entendamos que se consagre en el CGPJ a quien podría frustrar la
paralización del saqueo de nuestros hospitales a manos de quienes ya no se
recatan a la hora de hacer el camino de ida y vuelta de la empresa privada
a la administración, llevándose en cada viaje un pedazo de lo que es
nuestro.
No va a ser fácil y va a ser doloroso comprobar cómo se
sientan en los tribunales que han de juzgar sus tropelías o en los puestos
desde que se designan esos jueces, quienes tienen como principal carta de
presentación sus simpatías o sus servicios prestados al poder establecido. Es
bueno el pacto. Es más, es deseable. Pero cuando lo que busca el que tiene el
poder es un comparsa, un acompañante que le legitime en la foto, el pacto
no es pacto, sino hipoteca.
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