Tenemos un jefe de gobierno que dice no saber, porque claro
que lo sabe, qué daño pueden hacer las polémicas e inhumanas concertinas a las
personas. Siendo así no queda otra que pensar que el señor Rajoy legisla
y gobierna pensando sólo en sus iguales. Claro que no sabe, debería
aclarar que por propia experiencia, qué daño pueden hacer las cuchillas
en el cuerpo de hombres desesperados que tratan de llegar a una
tierra que creen mejor para sí y para sus hijos. Cómo va a saberlo el hijo del
presidente de la Audiencia de Pontevedra, con plaza de registrador de la
propiedad de Santa Pola, de esa desesperación. El sólo sabe que vive a este
lado de las cuchillas y que nunca va a tener que saltar al otro lado de la
alambrada escalándola sintiendo bastonazos en las costillas y las piernas
y oyendo silbar las balas de los gendarmes marroquíes alrededor, así que,
entendámosle, no tiene por qué saber, el pobre, que esas cuchillas rasgan
profundamente la piel de las personas y causan heridas de difícil curación.
Rajoy sólo sabe que, para su electorado, la
inmigración es un problema no deseado y las cuchillas en el alambre una
solución. Él, como muchos, demasiados, es de los que piensan que las
concertinas sólo hieren a quienes intentan saltar la alambrada y, para no resultar
dañado, basta con no hacerlo, quedarse abajo, resignado a la miseria y el
horror. Lo mismo les ocurre aquí, en territorio español, las clases
biempensantes, las que votaron al PP y aún no se han arrepentido, tienen miedo.
Miedo a que el resto de la gente se eche a la calle cuando no pueda aguantar
más tanta injusticia, tienen miedo a que, como los barrenderos de Madrid, los
trabajadores tengan tan poco que perder y tanto que ganar que renuncien
a su salario y vayan a la huelga para que no sigan ahogándoles y la
ganen.
Por eso, para evitar eso, a este gobierno que empieza a
sentirse acorralado, que siente ya mordiscos en los tobillos, no se le ha
ocurrido otra cosa que inventar leyes. Leyes que muy probablemente no
soportarán el escrutinio de la Constitución, pero que, mientras llega,
cumplirán el propósito de asustar y disuadir de saltar a quien están al pie de
la alambrada, al otro lado de la justicia, amenazados de rebajas salariales
indignas e indignantes, expoliados de servicios y derechos y hartos de tener
que pagar las veleidades de unos gobernantes que, para seguir en sus despachos,
han sido capaces de sobornar y dejarse sobornar, despilfarrar nuestra confianza
y nuestro dinero y dejarse corromper y corromper todo lo que tocan.
Por eso ha diseñado estas dos leyes de última hora que
prepara, una de servicios mínimos, que haga imposibles las huelgas, para que la
alcaldesa de Madrid o quien sea no tenga que salir de noche a la calle, con
tacones y visón, a supervisar el esquirolaje de quienes sólo encontraron
trabajo por una noche paliando los efectos de la huelga de quienes no quieren
acabar como ellos. Por eso la tremenda y tremendista ley de seguridad que
prepara un ministro que antepone su dios a los hombres y que pretende asustar a
la gente para que, aunque padezca sus abusos, no se atreva, por miedo a
perder la libertad o lo poco que les queda, a salir a la calle y pase a
engrosar las filas de esa falsa minoría silenciosa tan socorrida para
gobernantes sin escrúpulos ni corazón.
El gobierno, como en la valla de Melilla, está tendiendo
entre él y los ciudadanos una salvaje concertina social que en absoluto
solucionará los problemas, pero que, al menos durante un tiempo, los alejará
dejándolos al otro lado de la falsa realidad que pretende fingir. Pero, como los inmigrantes desesperados del otro lado de la valla de Melilla, los españoles seguiremos ahí, al otro lado de las cuchillas metafóricas, con nuestros problemas, hasta que las concertinas invisibles que los ministros Fernández Díaz y Báñez quieren tender en torno a nosotros se oxiden o se rompan.
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