Me enamoré de Camus cuando a través de dos de sus novelas
que cayeron en mis manos, "La peste" y "El
extranjero", especialmente de esta última. Yo era apenas un
adolescente que devoraba cine y novela y tuve la fortuna de tropezar con amigos
que aún conservo, que, sin renunciar a nada de lo que les ofrecía la
vida, compartían conmigo esa fiebre por saber y entender. Era
entonces consciente de la enorme belleza de las novelas de Camus, sin serlo
aún del enorme tesoro filosófico que encerraban, pero me dejé empapar por
esa lluvia fina de su pensamiento.
Es más, en algún trance de mi vida me sentó como el
protagonista de "El extranjero". Un hombre que a sabiendas de lo
injusto de la sucesión de acontecimientos que derivan de su comportamiento, no
es capaz de detenerse ni detenerla. Hay veces en que, arrastrado por
la inmoralidad que le rodea, uno es apenas un mero espectador de sus actos
y los de quienes le rodean. No es Meursault, el personaje de Camus, o esa es al
menos la imagen que me queda de él, inocente ni culpable del crimen que comete,
pero es tan incapaz de evitarlo como de defender su inocencia, algo que es
absolutamente común al hombre de hoy, cabalgando sobre una ola de
amoralidad que irremediablemente acaba en la desolada playa a la que
hemos ido a parar.
La segunda etapa de mi amor por Camus fue absolutamente
sentimental. A finales de los ochenta y por razones profesionales, tuve la
fortuna de pasar dos semanas de mi vida en Argel, sin nada que hacer apenas,
salvo pasera y dejarme llevar, incluso imprudentemente, por esa ciudad, su
ciudad. Reconocí en ella, después de tantos años los escenarios de la novela:
la playa, los lugares en los que frecuentaban los europeos hacían vida social,
el puerto, las colinas, las calles que más que serlo eran tortuosas escalinatas
y la presencia constante del mar y su hermosa bahía que hizo de la vieja
ciudad, nido de piratas y comerciantes, la perla de la corona de una Francia
que no la considero colonia, sino parte de la metrópoli.
Me enamoré entonces del hombre, de ese "primer
hombre" que creció en uno de sus barrios humildes, hijo de una joven mujer
viuda, analfabeta y prácticamente sordomuda, criado por su abuela, con la
constante presencia de su tío, un gigante con el que aprendió a comunicarse
que, para su fortuna, se topo con un maestro, Louis Germain, que hizo lo
posible por impedir que se desperdiciase esa fuerza de la naturaleza que el
destino puso en sus manos, cuando cayó en mis manos “El primer hombre”, su
novela autobiográfica.
Camus nunca olvidaría a ese maestro y, de hecho, le recordó
toda la vida, dedicándole su maravilloso y actual hoy como entonces discurso de
aceptación del premio Nobel.
En tiempos como lo que corren, conocer la historia de ese
niño que, con cuarenta y cuatro años, logró sin buscarla la gloria que tantos
persiguen es un buen tratamiento, el mejor, contra la soberbia y una espléndida
manera de entender el valor que tiene la educación gratuita y para todos. Y esa
historia está encerrada en "El primer hombre" la novela apenas lista
para la publicación que apareció en el maletero del coche en el que perdió la
vida en 1960.
Más allá de cualquier estudio sesudo de la obra de Camus,
más allá de sus polémicas con Jean Paul Sartre por un quítame allá esa libertad
en la entonces Alemania Oriental y el resto de países del Este, más allá de su
filosofía, desarrollada en "El mito de Sísifo", ese discurso,
pronunciado en Estocolmo hace ya más de medio siglo y esa hermosa novela
autobiográfica, dan idea de quien fue Camus y serviría como manual de
comportamiento en este siglo en el que tan alegremente hemos dejado aparcadas
la libertad y la dignidad.
La gran lección de Camus es la de no dejarse deslumbrar por
el brillo de la fama, por la púrpura del poder que da la opinión vendida en el
mercado y mantenerse, sin dejar de mirar al frente, sin pararse en
lamentaciones, sin dejar de mirar como hombre hermano de los hombres, sin
hacerlo como uno... no perder el norte ni olvidar nunca de dónde
venimos y por tanto egoísta.
Hoy se cumplen cien años del nacimiento en una humilde casa
en medio de viñedos en Argelia de quien llegaría a ser gloria de Francia y el
mundo. Murió con menso de cincuenta años, Y nos queda la duda de saber qué
habría dicho, que nos habría contado, de haber vivido toda una vida.
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