Recuerdo que, de pequeño, mi abuela, para enseñarme a desconfiar
de lo y de los desconocidos, me hablaba a veces del "hombre del
saco", aunque también lo hacía del "sacamantecas". Dos mitos
que, al parecer, no lo eran tanto, porque ahora sabemos que, durante décadas,
esta finca de señoritos a caballo de los privilegios que dan el poder y el
dinero ha sido escenario de tropelías inimaginables siquiera en los temidos
personajes de la infancia.
Ayer resultó patético -y muy chocante- ver a la
aparentemente compungida y molesta Sor María Gómez, la primera cara conocida de
la "mafia" que durante décadas estuvo robando niños a las recién
paridas de varias maternidades madrileñas, subiendo las escaleras de los
juzgados, rodeada de una unidad antidisturbios de la Policía Municipal de
Madrid.
Resultó patético, porque es muy difícil imaginar compungida
a quien durante tantos años y tantas veces ha sido capaz de tanta crueldad como
para cometer los horribles crímenes de los que, parece que con razón, se le
acusa.
No me extraña que la señora Gómez, de profesión "monja
del saco", se sienta incómoda a la verdad pública que le ha caído de golpe
a los ochenta y siete años, aunque no parece tener mal aspecto para su edad.
Probablemente lo que le ocurre es que, a ella que se ha creído el brazo
ejecutor o, mejor dicho, corrector de la "voluntad divina", investida
del poder de deshacer familias, robando niños a sus madres legítimas, para
vendérselos o regalárselos a otras más acomodadas y más cristianas que, amén de
dejar una buena limosna, garantizaban a los niños una educación cristiana y
misa y pastelitos los domingos.
Ese es el mayor pecado de la iglesia católica en su conjunto
y de una parte importante de sus funcionarios: creerse agentes de la justicia
divina, con derecho a castigar el amor, feliz o desgraciado, si es fuera del
matrimonio y premiar la rectitud y el dinero, aunque estén construidos sobre el
sadismo y la explotación. Bendecir el poder y despreciar lo humilde ha sido
casi siempre su divisa y no hay más que ver a los obispos del franquismo, brazo
en alto, junto a quienes rapiñaron este país y aún tenían las manos manchadas
de sangre.
Lo chocante de la presencia de la policía del ayuntamiento
madrileño, dando protección a una imputada a la entrada de un edificio público
que cuenta con su propia seguridad, deja de serlo en cuanto uno de entera de
que "la monja del saco" actuó en clínicas que tenían mucho que ver
con la familia Botella, puesto que el tío de la alcaldesa de Madrid, el ultraconservador
ginecólogo José Botella Llusía, cuyo paso por el decanato de la facultad de
Medicina de la Universidad Complutense de Madrid en pleno franquismo aún se
recuerda con espanto, fue fundador y director de la clínica O'Donnell, una de
las maternidades en las que actuó la trama.
La memoria, cuando como los Botella o los Mayor Oreja tienen
los armarios llenos de esqueletos, es mejor dejarla en paz. Por eso no me
extraña el empeño de quienes como Ana Botella en cambiar el final y el sentido
de los cuentos infantiles. Quizá algunos de los personajes le recuerdan en
exceso a su familia.
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