Hace apenas unos meses me
hubiera indignado con quien se atreviese a poner en cuestión los resultados de
unas elecciones democráticas. Ahora, sin embargo, he de reconocer que me cuento
entre la legión de quienes creen que hay que hacer algo más que esperar a que,
dentro de cuatro años, nos llamen otra vez a las urnas. Eso, si nos llaman,
porque esta gente parece dispuesta a todo.
Lo que digo no es caprichoso.
Tampoco el resultado de un calentón. Lo que ocurre es que, en apenas cuatro
meses, el Partido Popular ha incumplido con esmero todos y cada uno de los
compromisos que hizo en campaña, procediendo a la poda abusiva del Estado de
Bienestar y quién sabe -lo de RTVE es muy preocupante- si del mismo sistema
democrático.
Llegaron al poder haciendo
creer a quien quiso creerles que iban a acabar con la crisis con su mera
presencia y, por el contrario, no sólo no han acabado con ella, sino que, desde
que están en el gobierno, todos los indicadores económicos han ido a peor. Paro,
déficit, deuda, prima de riesgo, reactivación del crédito... todo se ha venido
aún más abajo si cabe. Y no parece que las cosas vayan a cambiar a corto o medio
plazo.
Estamos secuestrados por el
poder económico, oscuro y siniestro, que ha colocado a sus peones en los puestos
clave de los gobiernos y que se permite decirnos, con subidas y bajadas
bursátiles, si le gustan los resultados electorales de Francia o no. Y yo, que
para algunas cosas soy muy primario, me digo: si a los mercados no les gusta que
haya un socialista en la presidencia de Francia, es por ahí donde hay que
ir.
Ojalá los españoles pudiésemos,
como los franceses, decir, de aquí a dos semanas, lo que nos parecen quienes
nos, a cambio de nada, nos están recortando los derechos que tantos años y
tantos sacrificios nos ha costado conseguir. Hoy se ha sabido que, por ejemplo,
Valencia, paradigma del caos caciquil y derrochón del PP y, ahora, de su
contrapartida del tijeretazo y tente tieso, pretende poner en la calle nada
menos que a cinco mil funcionarios. O lo que es lo mismo, una penitencia hecha
de aspavientos y gestos para la galería, para hacerse perdonar los escándalos
del pasado.
Mientras tanto, nadie coge por
los cuernos el toro del desastre bancario en que vive España. Y nadie lo hace,
porque les tienen y nos tienen secuestrados. Los bancos nos engañaron
haciéndonos creer que, domiciliando nóminas, pensiones y recibos, íbamos a ser
más libres. Luego nos convencieron de que podíamos tener una casa o un coche
mejores que los que teníamos, a cambio de "comprar" sus créditos y sus
hipotecas. También, sin el menor escrúpulo, se quedaron con nuestros ahorros,
inmovilizándolos en "productos financieros" llenos de trampas -perdón, de letra
pequeña- que ha dejado a más de uno con dos palmos de narices al comprobar que
ha perdido el control sobre los mismos. Y, todo, sin que nada ni nadie les cante
las cuarenta o los ponga en cintura.
Se ha dicho que el problema de
España está en la construcción y la crisis inmobiliaria y no es cierto. El
problema de España es la banca, esa banca que ha comprado dinero fuera, para
prestárnoslo con intereses nada cómodos, a devolver en plazos inverosímiles,
hasta que el sistema ha reventado y el gobierno, los gobiernos, han comenzado a
echar dinero público en el agujero que han creado, como quien echa agua en un
cesto. Dinero que tiene que comprar fuera y que deja de fluir hacia quienes no
son banca ni grandes empresas, dejando a los ciudadanos, esos que votan, sin
trabajo, sin estado de bienestar y sin derechos.
La izquierda -partidos y
sindicatos- tienen claro que la batalla no puede estar ya en las Cortes y que
hay que darla en los tribunales -en el Constitucional, en concreto- y en la
calle. Y yo estoy de acuerdo. Por eso y porque creo que las pasadas elecciones
están viciadas por el engaño del PP, otra vez hoy me suenan esperanzadores y
necesarios los versos del ingeniero poeta Gabriel Celaya: "A la calle, que ya es
hora..."
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