viernes, 30 de octubre de 2015

ES LA VIDA LA QUE MATA


Mi abuelo, hombre listo donde los hubiese, lo decía de otro modo: "de lo que más se muere la gente es de estar vivo", decía. Y tenía razón, porque cada paso que damos, cada bocanada de aire que aspiramos, cada sorbo de agua que bebemos nos lleva indefectiblemente a la muerte. Claro, que mi abuelo lo de la carne roja ni se lo planteaba, aunque sabía de sobra que quienes más  se morían de atracones eran los ricos, porque los pobres, bien lo sabía él, que era el tendero del pueblo, de lo que se morían, en todo caso, era de gripe, de unas terciarias y, algunas veces, de hambre.
Y es que, por más que tratemos de olvidarlo, la vida es una carrera hacia la muerte, una carrera que puede ser más o menos plácida o frenética. Hoy, aunque queramos ignorarlo, vivimos en un continuo peligro. No mucho mayor, de aquel en que, por ejemplo mi abuelo, vivían quienes nos precedieron en eso de vivir, un peligro equivalente, pero distinto. Entonces, las infecciones, el frío, las patadas de las caballerías, un ataque de las fieras o de otros hombres,  una guerra de esas que, cada cierto tiempo "se montaban" los ricos para hacerse ricos con el negocio de las armas y los suministros, un mal parto, en el caso de las mujeres y los niños, la falta de higiene, un rayo, un incendio, una ventisca, la caída a un pozo  o la crecida de un río se llevaban a la gente de este mundo, hasta el punto de que tenía suerte el que cumplía los  cuarenta.
Hoy, hemos conjurado muchos de esos peligros, tenemos medicinas, no andamos a caballo, creemos dominar el fuego el agua y la electricidad, no nos subimos a los árboles, porque apenas los vemos, difícilmente podemos caer bajo las ruedas de un carro, pero, a cambio, nos movemos en carreteras y calles por las que circulan enormes masas de metal a velocidades entonces impensables e, incluso, no es raro que vayamos  dentro de ellas. Hoy parece que hemos superado aquellos peligros de antaño, pero, a cambio, hemos levantado otros a nuestro alrededor.
Aún recuerdo las piezas de carne sitiadas por las moscas o la leche que se cortaba en las fresqueras, el pescado, la merluza especialmente, que únicamente entraba en casa del pobre cuando uno de los dos, el pobre o el pescado estaban malos, el pan duro, pero bueno, la fruta desigual no siempre impoluta, pero exquisita, los estercoleros en plena calle, los muladares, la tierra sucia y los bichos compañeros de juegos, los clavos oxidados, los cristales rotos, las ortigas, las avispas, las culebras...
Hoy, al menos los que vivimos en grandes ciudades apenas recordamos nada de eso, si es que alguna vez lo hemos visto, A cambio, de vez en cuando se disparan las alarmas para  recordarnos que somos frágiles y mortales. Al menos eso es lo que nos dicen, apelando a la prudencia e invocando nuestra protección, pese a que, las más de las veces, las alarmas se basen en perogrulladas o en estudios poco consistentes. 
La primera de esas alarmas de la que guardo memoria fue, allá por los años sesenta,  la del ciclamato monosódico,  una especie de sacarina, que producía cáncer y que, al parecer, tenía más que ver con la retirada de las tropas estadounidenses de Vietnam y el consiguiente descenso en el consumo de dietas energéticas que estaba hundiendo el mercado del azúcar, Luego vinieron la gripe aviar -tipo A- que nos hizo gastarnos, para nada, millones y millones de euros en vacunas. Después el ébola, con el que nadie hizo negocio, porque nadie tenía preparados vacunas ni antivirales, porque era cosa de negros obres y en su tierra. Lo último, antes del último informe de la OMS contra carniceros y charcuteros, mucho más prudente y como con papel de fumar, ha sido el fraude envenenador de los diésel del grupo Volkswagen, que, aunque supone que hay millones de coches contaminantes circulando fuera de la ley, no ha desatado ninguna alarma sanitaria.
Esta semana el peligro mortal viene de  las carnes rojas y las procesadas, o sea el filete, e solomillo, el chuletón, el beicon, los chorizos y las salchichas, de los que he oído de todo, atribuyéndole, por ejemplo, al  consumo de carne roja la muerte de unas decenas de miles de muertes, no sé si porque no es tan nociva o porque es poca la gente con acceso a ella. En fin, todo un numerito en el que andan ya recogiendo velas, dejando la alarma en que no es bueno comer mucho de nada o lo que es lo mismo, no os preocupéis que es la vida, en especial la buena, la que mata Y, como tantas veces he escuchado decir a mi querido Iñaki Gabilondo, "a cada forma de vivir le corresponde una forma de morir".



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1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

No se puede exponer mejor....


Saludos