Estoy en Cádiz, pasando unos días en casa de una amiga y,
como tiene que cumplir su jornada laboral, dispongo de la mañana para mí solo
en una de las zonas más deprimidas y, a la vez, más linda de este país.
En esas horas que ella trabaja, un tipo como yo no puede
agarrar un coche para irse a ver esas hermosas playas que, en invierno, son,
sin esa alfombra de mal gusto que, demasiado a menudo, las suele tapizar en
verano, mucho más hermosas, con el encantamiento que producen los olores, los
rumores y colores que nos regala el mar en invierno. Por eso paseo y, dadas mis
limitaciones y mi desconocimiento de la zona, camino y pregunto, pregunto y
camino, lo que me está sirviendo para descubrir ese otro paisaje de Cádiz que
es su gente, amable, acogedora y sabia como pocas.
Cuando uno sale de casa, siempre tiene la sensación que, a
veces, se hace certeza, de olvidarse algo. Yo me dejé las llaves puestas en la
puerta de mi casa .afortunadamente un vecino
se dio cuenta y las recogió- y una pequeña lupa que me permite leer lo imprescindible
para sobrevivir en este mundo lleno de letra pequeña. Así que me encaminé al
centro de Chiclana, donde conseguir otra que sustituyese, al menos
temporalmente a la olvidada.
La encontré en esa calle peatonal que tienen hoy todos los
pueblos y ciudades de España donde, afortunadamente aquí no, se mezclan los
zaras con los mandos y las cadenas de perfumería de moda con las franquicias de
electrodomésticos y todo tipo de tentaciones para quemar los cuatro cuartos que
tenemos.
Preguntando y atendiendo a las explicaciones que con ese
vocabulario, esa música y ese acento enrevesado –al menos para los “secos”
castellanos-, llegué a la óptica en cuestión y, mientras esperaba a que me
atendieran asistí a una escena tan enternecedora como edificante: dos mujeres,
probablemente gitanas, aquí los gitanos están muy integrados con el resto de la
población, vestidas con ropa “de trapillo” pero llenas de elegancia charlaban
con el óptico hasta que una de ellas, dejó sola a su amiga y ésta comenzó a
hacer aquello para lo que había acudido. Sacó un billete de veinte euros y, con
él, pago una parte de la deuda contraída para comprar unas gafas, seguro que
necesarias, que no costaban más de sesenta euros. Cuando la dependienta –el óptico
había pasado a la trastienda a tomar el café que le había traído su compañera- le
entregaba el comprobante del pago, la mujer le pidió que le apuntase cómo
estaba la deuda de otros dos pares de gafas de su hija y su marido y, sin pretenderlo,
me enteré de que la deuda total no pasaba de cien euros. Os juro que estuve
tentado de hacerme cargo de la cuenta pendiente, pero me paré a tiempo,
pensando que quizá podría haberla ofendido.
Más tarde, comentándolo con Carmen, que así se llama mi
amiga, me confirmó que había hecho lo correcto y, cuando le dije que me había
conmovido la naturalidad y la dignidad con que,
tanto la dependienta como la dependienta, gestionaron el asunto, me
contó que eso es muy habitual –ella trabaja con gente que atraviesa muchos problemas
por culpa de esta maldita crisis- y nos felicitamos de que quienes la padecen
conserven lo único que a veces les dejan: la dignidad.
Ahora que lo pienso, me alegro de poder disfrutar de estas
horas frente al más hermoso de los paisajes: el de la gente tan linda que vive justo
a nosotros sin que, demasiadas veces, reparemos en ella. Ese paisaje es el que,
realmente, nos hace grande vivir. Pero no es empeñamos en ignorar lo mirando la
tele, donde gente que no es verdad nos cuenta sus mentiras a cambio de un
dinero por cada sesión, con el que se podían pagar todas las cuentas pendientes
que, a estas horas, debe haber abiertas en todas las ópticas de España
1 comentario:
Vamos a acabar como en Méjico o en Brasil,en las tiendas al lado de los precios, ponen la catidad dividida por tres a pagar durante tres meses y lo hacen en bolsos, zapatos, ropa y pendientes.
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