Parece que fue ayer cuando los españoles nos conmovimos con
la historia de ese par de trabajadores de la naval arrojados a las tinieblas
por la reconversión del sector que se movían entre la angustia y la ira que
produce saberse abandonado de la noche a la mañana. Han pasado ya casi diez
años desde que la conmovedora historia de Fernando León de Aranoa se llevó a la
pantalla, colocando a la mayoría de los españoles frente a vivencias de las que
sólo tenían la imagen de las barricadas en los telediarios.
Aquella historia tan localizada en un sector y en unas
cuantas ciudades españolas es ya universal por obra y gracia de la crisis y ya
no importa la profesión o la condición de quien trabaja por cuenta ajena para
verse arrojado a las tinieblas del desempleo. Pero no es esa la única
diferencia entre los tiempos de "Los lunes al sol" y los que nos están
tocando vivir. En esos años el Estado cumplía su papel de amortiguador de la
crisis y, con mayor o menor acierto y fortuna, se esforzaba en dar alternativas
de empleo y en paliar la desgracia de quienes habían perdido su empleo.
Hoy no. Hoy un parado es un apestado que mina el control del
déficit, que requiere toda una infraestructura de formación y atención, que
cobra subsidios y, sobre todo, que, como tiene más tiempo y ningún riesgo de
perder el empleo que ya no tiene, va más, según algunos, al médico.
Esa debe ser la intima -no tienen huevos de decirlo a las
claras- que está llevando a algunos gobiernos autonómicos, de entre los que el
gallego fue pionero, a bloquear la tarjeta sanitaria de los parados de larga
duración ¡Cómo si lo fuesen por gusto!
Está claro que la clase política -si no toda, sí una gran
parte de ella- no empatiza con aquellos a quienes debería representar.
Probablemente, quienes toman estas decisiones tienen su propio seguro médico
privado y un plan de pensiones contratado gracias a un salario elevado que se
complemente además con dietas y complementos. Tienen también buenos colegios a
los que llevar a sus hijos y alguna que otra ayuda para los libros, las gafas y
los empastes familiares.
Toda esta gente, capaz de "pulirse" en una sola
comida el presupuesto mensual e la familia de un parado, no son capaces de
imaginar que, cuando uno, después de haber perdido el trabajo, sin más culpa
que la de estar en la empresa inapropiada, el sector y el momento inapropiados,
y de haber agotado las prestaciones y el subsidio "de caridad", de
conocer los bancos de los parques y los rincones de bares cutres en los que
matar el rato contando las penas a otros a cambio de las suyas, se angustia un
día sí y otro también y no acaba de verla la cara al futuro, harto de verle el
culo al presente, acaba por enfermar.
Depresión, alcohol, trastornos digestivos, ansiedad. Todo
ello combinado en una especie de muerto viviente, incapaz de gestionar,
maniatado como está, su propia vida. No saben los de las comilonas y el alma de
hielo que, dejando caer a esta gente del sistema, están socavando la propia
salud de ese sistema. Si siguen así, no tardaremos en ver como vuelven
enfermedades ya casi olvidadas, tampoco tardaran en volver las jeringuillas y
los subproductos de la cocaína a los parques. Y de ahí a eso que dimos en
llamar inseguridad sólo hay un paso. Claro que los de las tijeras y las
comilonas estarán a cubierto con sus escoltas o en sus apartamentos y
urbanizaciones con vigilancia.
Y mientras, muchos, demasiados, ciudadanos pasando los días
al sol, algunos sin derecho a acudir al médico. De momento, estos últimos son
ya 25.000.
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