Después de años de silencio. el campo español, por fin, ha
despertado y, si lo ha hecho, es porque su situación ya no puede ser peor y ya
no les mueve la codicia, si es que alguna vez lo hizo, sino la supervivencia.
Han comenzad a hablar y a moverse y parece que va para largo.
En un país que poco a poco se va muriendo por dentro, en un
país que se va vaciando, porque no puede o no quiere dar futuro a las gentes de
sus campos, en un país en el que los niños ya no son capaces de imaginar la
fruta colgada de los árboles porque sólo la han visto apilada en los
supermercados o apretada, de cuatro en cuatro o de seis en seis, en bandejas de
plástico, forrada de más plástico, poco o nada parece importar el destino de
gente para la que el campo lo es todo, gente añosa incapaz ya de cambiar de
vida o jóvenes que han apostado por salvar la finca de los abuelos,
convirtiéndola en su medio de vida.
Ya no nos acordamos de la fruta desparramada sobre las
autopistas francesas cuando España llamaba a las puertas del Mercado Común y
sus frutas y verduras eran el enemigo a batir para los agricultores del país
vecino. Poco aprendimos, poco aprendieron los agricultores españoles, que se
dejaron "liar" por ese mercado y de esa misma manera, mientras las
grandes distribuidoras, las grandes superficies, la mayoría de origen francés,
los Carrefour o los Alcampo, imponen sus precios, insostenibles con las
estrictas normas de producción europea que, sin embargo, se esfuman cuando se
hace llegar la fruta, fruta vecina, sin tantas normas, que crece con pesticidas
y abonos imposibles de imaginar aquí, para conseguir que los productores
españoles entreguen la suya a precio de saldo.
La gente del campo envejece y se come los ahorros, mientras
sus hijos se van a las ciudades, como, por otra parte, han hecho siempre a
engrosar las nóminas de subempleados o a estudiar una carrera para serlo. El
campo se muere y ya no es siquiera ese paisaje idílico en el que pasar con los
niños un fin de semana y, mientras, los gobiernos y as oposiciones, que todos
tienen su parte de culpa, miran para otro lado, van a Europa a ejercer de
eurodiputados, como desecho de tentadero, más pendientes de las dietas que se
quienes con sus votos las pagan, para acabar o relanzar sus carreras, sin
acordarse de toda esa gente que ya no puede más.
Contaba mi abuelo, sabio como el diablo, por viejo, y con
esa filosofía tranquila que da ver muchos amanecerse sin ruido de bocinas y
tráfico, la historia del campesino que lloraba la muerte de su "joio"
burro que, después de obedecerle y aprender a no comer fue y se murió. Ese
parece ser el futuro de los hombres del campo español, morirse después de
aprender a n comer, si no despiertan ahora, como parece que están haciendo.
Los votos de la gente pesan lo que pesan sus problemas o, mejor
dicho, pesan lo que pesan los problemas que son capaces de causar. Por eso el
campo francés está en mejor posición que el español, porque se movilizó hace
tiempo y el campo español se salvará en la medida en que sea capaz de hacer
valer su existencia. Si no, si lo perdemos, porque lo perderíamos todos,
pasaría a ser un desierto sin gente, objetivo de bancos y multinacionales para
sus negocios de salvaje sobreexplotación agrícola o planes inmobiliarios.
El campo está en pie y hay que apoyarle. Si no, despidámonos
de la España que conocimos y del placer de imaginar frutales o gallinas en el
campo.
Ayer, la ministra de Trabajo se reunió con las asociaciones
agrarias y en la reunión estuvo el vicepresidente Iglesias que parece haber
entendido que en ese colectivo en pie hay un nicho de votos, quizá por eso, en
un momento de la reunión les dijo "Seguid apretando, porque tenéis
razón".
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