Nada ocurre porque sí y de sobra lo sabemos... o debiéramos
saberlo. Vivimos angustiados o no, sólo preocupadas, por las dimensiones de una
epidemia como la de coronavirus originado en la ciudad de Wuhan y, la verdad,
es que tenemos razones para ello, entre otras cosas, porque no sabemos quiénes
nos mienten más, los que como el gobierno chino, todos lo hacen, tratan de quitar
hierro al asunto y suavizan las cifras y alarmas o quienes lo exageran por al
afán de alarmar, periodismo de impacto lo llaman, colgándose de esa rama, cual
monos histéricos, para aullar a todas horas el germen de nuestros miedos.
¿Había razones para la alarma? Hay quien dice que esa epidemia,
salvo que nos oculten algo, no es muy distinta de una gripe, fuerte, pero
gripe, que cada año nos visita una o dos veces. Y es que, si nos atenemos a
mortandad y número de afectados no es mucho más virulenta y está claro que a
nadie se le pasaría por la cabeza cerrar el Mobile World Congress por una gripe
y el congreso de telefonía de Barcelona, en un momento en el que la tecnología
y las ventas de esa tecnología hablan chino, resulta raro, cuando menos, que
hayan sido las empresas japonesas y norteamericanas, la competencia, las
primeras en darse de baja en la feria.
Es evidente que las grandes concentraciones o son idóneas
para evitar los contagios y lo cierto es que dentro de esta civilización cada
vez más global, en la que creemos vivir mejor cuando está claro que lo que
hacemos es vivir peor, si entendemos por tal no vivir como debiéramos. Hoy las epidemias
se extienden vertiginosamente. de manera viral se dice, porque los viajes se
hacen rápidamente. Ya no nos movemos en barco para las grandes distancias, como
hacíamos antes, sino que en menos de un día nos ponemos en las antípodas, con
lo que el jet-lag, mal de nuestro siglo, nos afecta cada vez que cruzamos un
océano. Antes, la larga travesías en barco nos llevaban al aburrimiento, nunca
al desfase horario, con la ventaja de que cualquier brote epidémico localizado
a bordo quedaba a bordo, porque no se permitía pisar tierra a todo el pasaje.
De ahí nacieron esa especie de lazaretos en los que se
confinaba a l pasaje de cualquier barco con uno de esos brotes a bordo, esas
islas, como la que hay frente al puerto de Mahón, en las que guardaban la
cuarentena, como la guardaba en Caçillas, frente a Lisboa, el pasaje de esos
barcos con enfermos que llegaban de África. Hoy eso resulta imposible, porque
el tiempo en que se cruza el Atlántico en avión no es suficiente para que se
manifiesten síntomas, lo que añadido a que el habitáculo cerrado en que se
viaja, la cabina de un avión no es otra cosa que un enorme tubo de ensayo en el
que cultivar virus y transmitirlos, con los pasajeros hacinados, sobre todo en
la clase turista, convirtiendo los aeropuertos en campo de transmisión de las
enfermedades más diversas.
Y, frene a eso y en el polo opuesto, esos enormes cruceros,
como bloques del madrileño barrio de la Concepción flotantes, cargados de
pasajeros, generalmente jubilados que se mueven sin control por las ciudades de
so puertos que tocan para volver a bortos con sus recuerdos y
"regalos", algunos de ellos microscópicos, para compartirlos en las
cenas y espectáculos de a bordo.
No hay más que ver las angustiosas cuarentenas por las que
están pasando los cruceros con miles de camarotes que, con algún enfermo a
bordo, han sido inmovilizados en puertos de Europa o Asía. A fin de cuentas, lo
que nos pasa llevamos años buscándolo, porque, como digo estamos viviendo mal,
porque lo hacemos en contra de la lógica de las cosas, tratando de imponer
nuestra soberbia de seres humanos a las leyes de la naturaleza, ese afán por
tener más y mejor, eso creemos, y viajar más veces más tiempo y más lejos.
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