Parece que por fin los representantes de los ciudadanos,
claro que no todos, que para eso está el PP, va a tramitar una ley más que
esperada, la que regule la eutanasia, el derecho a decidir, cuando el dolor de
vivir supera nuestras fuerzas, que nos ha llegado la hora de partir. La
iniciativa es una vieja promesa de la izquierda siempre aplazada y hoy
ampliamente superada por la sociedad española que, día a día, se enfrenta al
terrible dilema de sufrir o ver sufrir a los suyos a la hora de morir, por la
intransigencia de unos pocos.
De manera más o menos abierta la mayor parte de la cámara se
ha mostrado favorable a la que será iniciativa del gobierno de coalición. Sólo
se oponen, cómo no, Vox y PP. El primero, porque prefiere justificar a los que
matan o dejan morir, sean inmigrantes o mujeres, y el segundo porque en el
fondo sabe que la única oposición posible a un gobierno, éste, dispuesto a
normalizar este país en materia social, es el encastillamiento en los refugios
morales, un encastillamiento muy "a la numantina", en el que las primeras
víctimas serán sus votantes que, conscientes o no, renunciarían a ejercer su
derecho a morir cuando ya no puedan más.
Está claro que esta ley debe contemplar todas las garantías
necesarias para que no pueda ser utilizada en contra de nadie. supeditándola a
los controles imprescindibles que eviten que esta "buena muerte" que
todos deberíamos desear, yo al menos lo deseo, sirva como excusa a algunos para
deshacerse de familiares enfermos que aún deseen vivir. Es en este punto donde
la experiencia de otros países y el sentido común de los legisladores deben
convertir el proyecto en una ley robusta que, sin excesos ni condiciones,
resista los embistes, que sin duda los habrá, de quienes la usaran como ariete
contra el gobierno y de la prensa que les hace los coros y les da palmas.
En ese coro estará, como ya de hecho lo está, la iglesia
católica, la misma que compatibilizaba sotanas con fusiles y brazos en alto, la
que metía bajo palio en los templos al responsable de tantas muertes, la que ha
hecho del dolor y del acompañamiento a los enfermos, sobre todo si tienen
propiedades que donar, una industria, por medio de la cual ha amasado gran
parte de su patrimonio inmobiliario, ese con el que especula y que convierte a
algunas órdenes religiosas en las mayores agencia de alquiler de grandes
capitales como Madrid.
Hoy esto es de sobra conocido, incluso por las bases más
inquietas de sus fieles, las que practican de verdad las ajadas y desvirtuadas
bienaventuranzas. Hoy, estos cristianos comprometidos saben que el más
ultraconservador de la curia, Antonio María Rouco Varela, disfruta de una
dorada jubilación al lado del viaducto, muy cerca de la catedral de la Almudena,
en un piso con las vistas más hermosas de Madrid, las mismas que el
Palacio Real, un piso que para si quisiera un marqués.
Pues bien, esa misma iglesia, la que alternó la cruz y la
espada en la conquista y genocidio de América, la que exhibe como símbolo el
Cristo, un hombre torturado y ensangrentado, yacente, torturado o crucificado,
esa iglesia que exhibe ante niños y mayores la sangre de sus mártires, la que enseña que el sufrimiento "acerca a dios" se
permite oponerse a esta buena muerte que queremos ahora regular, porque quienes
la promueven, dice, defienden la cultura de la muerte, cuando lo hace porque,
como digo, se quedaría sin una de sus más potentes "industrias".
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