Desde que el sábado los laboristas británicos se pusieron en
manos de un nuevo líder, el izquierdista Jeremy Corbyn, no he hecho otra cosa
que escuchar y leer titulares en los que se nos decía que el partido que Tony
Blair llevó al gobierno del Reino Unido había dado un giro a la izquierda, algo
que sin dejar de ser cierto, no lo es del todo, porque lo que ha ocurrido
realmente en el congreso del principal partido de la izquierda británica es
que, después de dos décadas de desnaturalización, tanto de sus líderes como de
sus ideas, el partido laborista ha regresado a la izquierda de la que nunca
debió salir.
Y no, no me he confundido a la hora de escoger el verbo.
Regresar es el verbo correcto, porque, para regresar a algún lugar, es preciso
haberse ido previamente de él. Y eso, desgraciadamente, es lo que hizo hace
veinte años el laborismo y, con él, toda la socialdemocracia europea, porque,
si lo miramos fríamente, con Blair, a los oligarcas, los mercaderes, a los
señores de la guerra, a las multinacionales de la explotación y a los
especuladores les ha ido muy bien, mientras que a la clase trabajadora, a los
pensionistas, a los necesitados y a lo público, que debería defenderles, les ha
ido muy mal.
Para entender el porqué de este regreso a la izquierda,
que, digan lo que digan los teóricos de corbata de seda, es el lugar natural de
los trabajadores, un regreso que ha comenzado en el Reino Unido y que puede
acabar por extenderse, ojalá así sea, al resto de la socialdemocracia
europea hay que ver dónde estaban entonces y dónde están hoy esos trabajadores,
esos oligarcas bajo cualquiera de sus formas y los líderes que, como
Blair, González y sus sucesores, nos han traído hasta aquí. Está claro que, si
han trabajado, no ha sido, precisamente y sobre todo en estas dos últimas
décadas, a favor de la igualdad y la justicia social, sino todo lo contrario.
Hace ya tiempo que el poder económico entendió que, tras la
caída del muro de Berlín, había llegado la barra libre para su avidez de
riqueza. Una barra libre para la que era imprescindible el concurso de
camareros y barman para atenderles. Necesitaban de quienes, haciendo creer a
las clases más débiles que ya no lo eran y que, por tanto, no necesitaban la
protección del Estrado de Bienestar, se pusieron manos a la obra para el
descuartizamiento y venta, pieza a pieza, de ese sistema, hijo de la posguerra,
que, mediante salud y educación, vacunas alimentación decente y becas para los
hijos de los obreros, había acortado las diferencias entre clases y había llevado
a la universidad a los hijos de los humildes, alguno de los cuales, como la
misma Margaret Tatcher, acabarían por desmontarlo, traicionando a sus orígenes.
Hoy, las clases pensantes europeas, los editorialistas, los
predicadores de televisiones y radios, andan enfriando la ilusión de quienes
creemos que sería bueno que ese giro, ese regreso, a la izquierda es más que
necesario. Y lo hacen porque a sus amos, a los dueños de esos medios, que no
son otros que los grandes capitales de la banca y las grandes empresas, no les
gustan las maneras del viejo luchador Corbyn. No le imaginan sentado en un
consejo de administración con la misma cordialidad y, por qué no decirlo, la
misma sumisión que lo ha hecho nuestro Felipe González.
Definitivamente, a los nuevos amos del mundo, que no se
sientan en los gobiernos, pero sientan a los gobiernos a su mesa, no les gusta
este regreso a la izquierda que, con un poco de suerte, ha dado comienzo en el
Reino Unido. Mientras, algunos, como Pablo Iglesias que evita criticar expresamente
la condena al alcalde de Caracas, se colocan ya a la confortable sombra del
éxito de Corbyn.
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