Cuando se vaya esta gente, si es que, finalmente, en un
momento de lucidez hacemos que se vayan, nos encontraremos un escenario
parecido al de la mañana siguiente a esas fiestas en las que el no siempre feliz anfitrión asiste
horrorizado, en medio de la resaca, al destrozo, cuando no al saqueo de la
vivienda que han perpetrado unos invitados indeseables y abusones que se o han
bebido todo, han vomitado en los rincones y han teñido alfombras y tapicerías
con el color de sus torpezas.
Un escenario, éste, muy parecido al que promete el viejo
refrán que, como una amenaza, afirma "para lo que me queda en el convento,
me cago dentro", que es lo que parecen haber decidido dejarnos por
herencia quienes nos gobiernan desde hace cuatro años cuando tengan que marcharse,
más o menos maltrechos tras las próximas elecciones generales.
Estos "señores" del Gobierno parecen dispuestos a arrancar el
papel de las paredes de la casa común y pintarlas del color de sus miserias,
transformando leyes y reglamentos a su conveniencia, aún a sabiendas de que
todas esas barbaridades van a durar poco más de lo que duren ellos en el
convento. Lo han hecho con la reforma educativa, con la laboral, con tantas y
tantas leyes, burdas e injustas que han sacado adelante sin el más mínimo consenso
y, las más de las veces, con nocturnidad y alevosía.
Ayer, volvieron a hacerlo. Y lo hicieron de forma
atropellada, casi casi descoordinada, como si, en ausencia de Mariano Rajoy, de
viaje en Alemania para recibir los parabienes de su guía espiritual, la
todopoderosa Angela Merkel, el polémico ex alcalde de Badalona, Xavier García
Albiol, candidato popular a las catalanas, hubiese tomado las riendas del
partido, con la misma prepotencia que quiso barrer de (inmigrantes) indeseables
las calles de su municipio, dando lugar a un espectáculo insólito y, cuando
menos, sonrojante.
Un espectáculo sonrojante porque no puede ser calificado de
otro modo el hecho de que un "extraño" al parlamento, porque García
Albiol no es ni tiene previsto ser diputado, se encargue de presentar, al menos
mediáticamente, un proyecto de ley tan desasosegante como el de ayer, con el
que se pretende dotar de capacidad sancionadora al Tribunal Constitucional, con
la aparente y única finalidad de castigar a un hipotético Artur Mas que, renovado
en la presidencia de Cataluña con la victoria de su lista Junts pel si, osase
dar los primeros pasos hacia la proclamación de la independencia de Cataluña.
He escrito aparente y lo he hecho porque soy de los que cree
que Mas no saldrá victorioso de este último envite y porque soy también de los
que cree que el único fin que persigue el PP con tamaño despropósito es el de
agitar el avispero catalán a la búsqueda del voto más montaraz y del miedo, una
vez que la desaparición del terrorismo etarra le ha dejado sin argumentos en
ese flanco.
Y lo ha hecho sin pensar, una vez más sin pensar, que, con
esta reforma hecha a la medida de dotarse de capacidad de castigo inmediato a
Aryur Mas, está reforzando el liderazgo del líder de Convergencia ya sin Unión,
ahora en horas bajas a causa de las evidencias de corrupción y financiación
ilegal de su partido. Lo ha hecho sin pensar en las consecuencias o, por el
contrario, midiéndolas cuidadosamente y a sabiendas de que un Artur Mas
reforzado y amenazante llevará al redil del miedo a centenares de miles de
votantes en la generales.
De modo que acabo desmontando el titular de esta entrada,
porque esta torpe reforma del Tribunal Constitucional que difícilmente pasaría
el filtro del organismo al que va destinada no es sino una "cagada",
eso sí, sacada de la chistera como un conejo, con el único fin de convertirse
en guardianes de las esencias y barrenderos de esa turbia idea de España que,
pese a muchos españoles, les mantiene.
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