Si una cosa está dejando clara esta crisis de refugiados que
está viviendo Europa, a cuyo origen en absoluto son ajenos los gobiernos
europeos, es que los ciudadanos, desde Islandia a la martirizada Grecia, somos
más generosos y solidarios que quienes elegimos y dicen representarnos. Basta
con ver la respuesta que está teniendo la iniciativa de la alcaldesa de
Barcelona Ada Colau o ese reguero de vecinos de Budapest llevando comida, agua,
tiendas y sacos de dormir a los atrapados a las puertas de la estación, camino
de Alemania, en su huida de la guerra y la miseria de Irak y Siria.
Es lamentable que tengan que los ciudadanos y sus
ayuntamientos, su administración más cercana, quienes tengan que asumir el
papel que correspondería a los todopoderosos estados que han elegido no ver, no
oír ni, mucho menos, hacer hasta que sus calles y plazas se han llenado de roda
esa gente desesperada.
Mientras el problema se "limitaba" a unas cuantas
playas sembradas de cadáveres o unos centenares de familias vagando por sus campos
entre alambradas, todo era soportable para sus ojos, la cosa no pasaba de unas
imágenes más o menos desagradables en los telediarios. Pero parecen haber
ignorado que el miedo y la furia son incontenibles y que esa gente iba a hacer
y ha hecho lo posible para llegar al corazón de esos países en los que esperan
recuperar la vida y las esperanzas perdidas en el suyo.
Lo que está ocurriendo se resume en el comentario indignado
de un ciudadano de algunos de esos países, probablemente Austria o la misma Hungría,
que se preguntaba iracundo cómo quienes movilizan miles de policía y gastan
millones de euros en "proteger" a los imbéciles del G7 no son capaces
de atender las necesidades de todos estos refugiados, abandonados a su suerte y
servidos en bandeja a las mafias que les engañan y les explotan, cuando no
ponen en peligro o acaban con sus vidas, como ocurrió con esos setenta
refugiados cuyos cadáveres aparecieron atrapados en un camión, a pleno sol,
junto a una autopista austriaca, a unos cientos de kilómetros de sus sueños y
con semanas de camino, con la guerra a sus espaldas.
Y ante todo esto, el cinismo de la mayoría de los dirigentes
europeos, entre los que "nuestro" Mariano Rajoy es todo un campeón.
Es cierto que los niveles de crueldad y falta de humanidad del húngaro, Viktor
Orbán, son difíciles de alcanzar, pero la actitud de Rajoy y sus ministros,
esgrimiendo el paro que ocultan en los telediarios, como excusa para
desentenderse de la obligación moral de atender a las víctimas d de una guerra
en la que se dispara munición española. Resulta indignante. Y más, cuando basta
una "orden" de Angela Merkel en Berlín para que la intransigencia de
nuestro gobierno se trueque en la aceptación de las cuotas que, finalmente, la
Unión Europea determine.
Y, frente a esas actitudes, que no llegan a la
intransigencia populista de Viktor Orbán, quizá porque se volvería contra
ellos, pero que sobrepasan la cruel indiferencia, está la respuesta de la ciudadanía.
La respuesta de quienes tienen aún en la memoria y en los
álbumes de fotos familiares las historias de los padres y abuelos que, a pie,
con lo poco que pudieron llevar a cuestas o en los barcos fletados, no por las
mafias carroñeras, sino por la solidaridad de las democracias y los
trabajadores. Fotos de los nuevos hogares fundados en México, Argentina o
Francia, en esta última, después de haber pasado por el calvario de las
alambradas, el hambre y las enfermedades de los campos levantados en las playas
del sur.
Para toda esta gente, ver las escenas de las playas de Grecia
o las calles y plazas de Hungría es volver al pasado, a un pasado que creíamos
superado y que nos sonroja a casi todos. Somos, y debemos convencernos de ello,
mejores que nuestros gobernantes. Tenemos memoria y corazón y, por eso, vamos a
ponernos manos a la obra para acoger a quienes sufren lo que los nuestros
sufrieron, En cuanto a quienes nos gobiernan, en esto como en tantas cosas, no
nos merecen.
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