Cómo se nota que, aquí, los que toman las decisiones hace
décadas que no han pisado un mercado, si no es en visita oficial y si es que
alguna vez lo han pisado. Cómo se nota que hace décadas que no han visto un
pobre de los que aún conservan la dignidad, no de esos "profesionales” que
tienden la mano a la puerta de la iglesia que frecuentan, sino de esos a los
que les repugna la caridad y la humillación y exigen lo que les corresponde en
justicia. Cómo se nota que nunca han visto un niño mal alimentado,
apático, un niño que ni siquiera tiene ganas de correr y jugar como el resto de
los niños. Cómo se nota que, muchos, ni siquiera ven a sus niños, que no hablan
con ellos, que, con un poco de suerte, como dijo una vez una ministra, viven el
momento más feliz del día "cuando ven cómo visten a a sus niñas".
Siendo así, es fácil no morirse de vergüenza, de pena o de
rabia al escuchar como hay maestros, a los que ellos han recortado los sueldos
y multiplicado el trabajo, que hurgan en su bolsillo para comprar bocadillos
con los que aliviar la larga mañana a sus amigos vencidos por la debilidad.
Siendo de ese modo, es fácil para nuestros gobernantes mirar para otro lado y
decir que no pueden saltarse la ley, una ley que las más de las veces han hecho
ellos mismos, para buscar un atajo que soluciones el problema de esos niños que
dentro de poco comenzarán a enfermar, si es que no lo están haciendo ya.
Estoy seguro de que, para los hijos de quienes arrasaron
este país, llenándolo de huérfanos de verdad y de esos otros huérfanos de
padres y madres encarcelados, el racionamiento y los comedores del Auxilio
Social son apenas un recuerdo, unas fotos en un libro que, a lo sumo,
despiertan en ellos la mala conciencia y una coartada para no tener cumplir con
el único deber que tienen que cumplir los gobernantes y que no es otro que el
de procurar el bienestar y la felicidad de los ciudadanos.
Os digo todo esto porque hoy, último día de la primavera, es
también el último día de clase para muchos niños que tiene n a sus padres en
paro, para muchos niños en cuyas casa hace meses que no entra dinero y, si
entra, está ya asignado a la hipoteca, alquiler, la luz o el agua. Niños que
sobreviven de pasta con tomate, leche aguada, ese pan deleznable que venden los
chinos, algo de mortadela o chóped del peor, patatas hervidas en agua, a lo
sumo teñida con un caldo de cubito, hidratos de carbono y grasas siempre,
cuando, por desgracia, siempre no es todos los días. Niños que no comen carne,
pescado, verduras o fruta, si no las comen en el colegio y que, desde mañana,
van a dejar de comerlos hasta que, en septiembre, comience el nuevo curso.
Qué fácil es ignorar esa realidad, que fácil es negar la
terrible situación por la que atraviesan centenares de miles de familias
españolas, qué fácil es cerrar los ojos y los oídos a quienes nos recuerdan
desde la fría realidad de las encuestas que uno de cada tres niños españoles
vive en serio riesgo de caer en la pobreza. Qué cómodo resulta esgrimir el
fariseo argumento de que, abriendo los comedores escolares en verano, se señala
y se deja marcados a los niños que acuden a ellos. Es mejor lavarse las manos,
obligar a todas esas familias a llamar a las puertas de parroquias y servicios
sociales, en lugar de darle un aire de normalidad a su jornada, haciendo que
los niños tengan cada el compromiso de acudir al colegio viéndose con otros
niños como ellos. Es mejor convertirse en un Pilatos hipócrita que evitar que
esos niños y lleven en sus cuerpos, en especial en sus cerebros, las cicatrices
del hambre y de una alimentación deficiente, que marcaran para siempre sus capacidades.
De lo que no parecen darse cuenta estos señorones del sueldo
seguro que todos les pagamos, de las dietas y de los gastos de representación,
es de que están abriendo los cementerios de los que saldrán otra vez los
muertos vivientes de la sociedad que, antes o después, llegarán a sus calles,
sus bulevares y sus jardines, con los estigmas de las drogas, y el alcohol es
la más fácil de conseguir, el no futuro y, sobre todo, el de no tener nada que
deberle a una sociedad de la que acabarán apartándose y a la que acabarán
odiando. Y, todo, por negarles una única comida decente al día.
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