Resulta curioso comprobar que, en esta frenética campaña en
defensa de la monarquía, se insiste, para acabar de convencer a quienes
alberguen algún tipo de duda, en eso de que el rey reina pero no gobierna y en
lo del papel de arbitraje de la corona, como si el de rey fuese poco más que un
cargo de representación necesario en las liturgias y ceremonias del Estado.
Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. Es más, si así
fuese, el rey sería perfectamente prescindible. Pero no lo es, porque el rey es
el jefe supremo de las Fuerzas Armadas, el único general de cuatro estrellas,
situado en lo más alto de la cadena de mando de los tres ejércitos, una
circunstancia que permitió, por ejemplo, la desactivación del golpe militar del
23-F, pero que podía habernos situado en otro escenario muy distinto, el de la
Grecia de Constantino y sus coroneles, si la voluntad del rey hubiese sido
otra.
La figura de "comandante supremo" de las fuerza
armadas que se asocia al cargo de jefe de Estado en todas democracias y se
tiene muy en cuenta a la hora de elegir a cualquier candidato para el cargo,
algo de lo que aquí se nos priva constitucionalmente. Aquí, el cargo de jefe
supremo de las Fuerzas Armadas se consigue en la cuna. Bien es verdad que al
elegido por "el destino" se le prepara, casi desde que es un niño, o
una niña, para ese cometido, ya que en su formación está previsto el paso por
las correspondientes academias militares.
Todo esto me vino al pensamiento al escuchar al ministro de
Defensa refiriéndose a la formación militar por la que habrá de pasar la
infanta Leonor para prepararse para el cargo de capitán general, dijo él,
capitana general le corrigió oportunamente la periodista que le entrevistaba. Y
es que se me hace duro pensar en un niño, o una niña, de uniforme y, más
adelante, dando "barrigazos" en la pista americana, baldeando la
cubierta de un buque escuela o pilotando helicópteros.
Es algo que se nos olvida, algo que, si lo pensamos con
calma, da escalofríos: el jefe de la cadena de mando militar viene elegido "de
serie" y, por más que se acomode su entorno, por más que sus colaboradores
sean "del agrado" del Gobierno o del Parlamento, su elección sigue
siendo una cuestión genética, al margen de la voluntad de la ciudadanía, el
pueblo, en el que, según reza la Constitución, antes incluso de referirse al
rey, reside la soberanía.
Ayer se celebró el Día de las Fuerzas Armadas, el último
presidido por el rey Juan Carlos, que aprovechó la fecha para despedirse de la
cúpula militar que durante estos treinta y nueve años ha tenido bajo su mando,
una cúpula que le ovacionó, como le ovacionaron los empresarios y, más reciente
por el público de la corrida de Beneficencia celebrada en la plaza de Las
Ventas hace cinco días, ovaciones las tres que se han destacado en la prensa
como refrendo del "cariño" y reconocimiento que por el rey sienten
"los españoles", pese a que los españoles a los que se refieren sean
tan selectos como las cúpulas empresarial y militar o quienes, además de ser
partidarios de la mal llamada "fiesta" nacional pudieron pagarse la
entrada para una de "las corridas del año".
Todo lo que tiene que ver con la abdicación del rey Juan
Carlos y su sucesión por su hijo Felipe está siendo objeto de una campaña
publicitaria que, como las de la Coca Cola, es tramposa. Hay aspectos de los
que deliberadamente no se nos habla. Y uno de ellos es ese de que estará al
frente de los tres ejércitos por el mero hecho de haber nacido heredero. No
tengo nada contra este futuro rey, casado con una divorciada, de lenguaje más abierto
y menso rancio que el de su padre que será proclamado rey sin misa solemne,
pero eso no me hace olvidar que quienes nos lo quieren "vender"
a toda costa nos están haciendo trampa.
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