Ayer no pude menos que indignarme al escuchar a la alcaldesa
de Madrid, que su dios confunda, recitando de carrerilla, otra vez y como en la
fiesta de fin de curso de los colegios de postín en los que se educaron ella y
sus amiguetes, el papel que alguien, mucho más listo y más taimado que ella, le
había escrito con el revuelto de daños y gastos que, según ella, nos costará a
los madrileños la marcha por la dignidad del pasado sábado.
Me indigné, porque exhibir esas cuentas apenas setenta y dos
horas después de celebrada, primero, por más de un millón de ciudadanos y
reventada después por unas cuantas decenas de ellos, que contaron con la
inestimable colaboración de los ineptos mandos policiales, cuando aún no han
rendido, al menos con una difusión equivalente las de lo que nos costó el
fiasco olímpico o, lo que es aún peor, las aquella agobiante Jornada Mundial de
la Juventud Católica que paralizó Madrid y lo llenó de orines y desperdicios a
mayor gloria de beatos y beatas, corderos de dios y, sobre todo, el morral de
sus pastores, a costa de la cartera y la tranquilidad de todos los madrileños,
creyentes o no.
Recuerdo este "evento", como les gusta bautizar
estas cosas a los pijos, porque, entre las innumerables ocurrencias de los
organizadores, estuvo la de saldar el precio del metro para los jovencitos de
mochila, sin ninguna limitación, con lo que los madrileños que regresaban de
sus trabajos se dieron de bruces con un metro a reventar y al borde de su
seguridad, en el que ancianos y mujeres embarazadas eran arrastrados o
aplastados por aquella marea amarilla de adolescentes cantarines, algunos en
éxtasis más alcohólico que místico.
Aquello sí que nos costó a los madrileños y no sacamos nada
a cambio de una ciudad paralizada durante tres días, con actos montados a veces
a escondidas que inutilizaron para el tráfico toso el centro de Madrid. Pero
también nos cuesta cada uno de los partidos o los conciertos que paralizan los
alrededores de los estadios, con bula para aparcar en aceras o en medio de la
calzada, sobre todo para los primeros, durante los cuales los policías
municipales hacen escandalosa dejación de sus funciones, consintiendo, incluso
a costa de otros conductores, los excesos de la gente que acude al estadio,
cómoda e insolidariamente, en coche.
La alcaldesa es la tonta útil e inmejorablemente pagada de
alguna cabeza pensando del PP que sabe qué hace ya tiempo que la calle no es
suya y, también, que ni siquiera pueden invocar ya esa mayoría silenciosa
abducida por el televisor o los periódicos del "régimen". Ana Botella
es una pieza más de la maquinaria de su partido, empeñada, ahora que nos han
quitado casi todo, en quitarnos también el derecho a protestar.
Al día siguiente de la marcha que fue cívica y pacífica
hasta que la Policía decidió reventarla, desalojando el acto central media hora
antes de su final previsto, se celebró otra marcha en contra del aborto,
convocada desde las páginas de la prensa "fiel", sin que, a estas
horas sepamos cuánto nos costó a los madrileños que, esta vez sí, les dejamos
solos.
Otra vez la Botella, ahora quiere la alcaldesa echar del centro de Madrid a quienes
protestan. Quiere, al parecer, resucitar la vieja idea del manifestódromo, del
que nunca se acordaron cuando de lo que se trataba era del acoso y derribo de Zapatero,
quiere que nos manifestemos sin que se nos vea y sin hacer ruido "porque
perjudicamos la imagen de la capital". Y lo dice la misma señora que nos
puso a todos en ridículo con su invitación en inglés de mil palabras,
o menos, y declamación de ursulina, invitando a los guiris a tomar café en un
sitio donde, entre burdos Bob Esponja o mickis de disfraz sucio, se toma
cualquier cosa menos café, aunque, eso sí, a precio de champán francés.
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