Me cuesta creer que diez años después de aquello aún queden
personajes tan inmorales como para mantener, aún hoy y con lo que ya sabemos,
que la salvajada de los trenes de Atocha no fue como realmente fue. Me cuesta
creer que José María Aznar, Ángel Acebes, Pedro José Ramírez, Ignacio González,
María Dolores de Cospedal y tantos y tantos políticos dispuestos a cambiar
mentiras tan dolorosas por unos cuantos escaños, no sé cuántos miles de
ejemplares vendidos o no sé cuántos telespectadores más… no sé, insisto,
cómo todos esos personajillos tan inmorales, tan miserables, son capaces de
mirarse al espejo cada mañana, a sabiendas de que llevan diez años sembrando
odio y dolor con sus mentiras.
Hemos tenido que esperar diez años para escuchar a miembros
de un gobierno del Partido Popular, ayer Fernández Díaz y hoy Ruiz
Gallardón, aceptar como buena la autoría señalada por la sentencia judicial,
dejando de lado la insidiosa y terrible "teoría de la conspiración".
Han hecho falta diez años para ello y ha hecho falta casi tanto tiempo,
para que, al dejar de soplar con el fuelle de la mentira, por fin las familias
de víctimas, las propias víctimas supervivientes, puedan otra vez llorar unidas
por el que, pese a quien pese, fue el mismo dolor, ese dolor causado por
unos fanáticos incapaces de ver el día siguiente a su salvajada, tanto que
apenas esperaron en este mundo para verlo.
Aún hoy escucho a determinados periodistas defenderse
incómodos, excusarse detrás de presuntas pruebas y detrás del respaldo de
lectores y audiencias fáciles de manipular. Ellos saben que lo que hicieron no
tiene nombre, que con su ignominia multiplicaron el dolor causado por las
bombas con la amargura del desprecio de quienes sólo quieren creer
"su" verdad o, a lo sumo, la que les dan, ya masticada, aquellos en
quienes quieren creer.
El calvario sufrido por una mujer, Pilar Manjón, escogida
como blanco del odio mediático de la caverna porque tuvo tanto dolor y
tanto valor como para decirles a la cara, al autor intelectual de la
mentira, al que nos habló de montañas y de desiertos lejanos, y a los diputados
de la comisión de investigación del Congreso, lo que muchos, entonces, ya
estábamos pensando. Por eso aún no la han perdonado. Por eso quienes no
perdieron familiares, sólo prebendas y poder ni la perdonan ni la perdonarán
nunca.
Ayer, en el Teatro Real, y hoy, ahora, en la catedral de
Madrid, las víctimas vuelven a estar juntos. Eso es hoy, diez años
después, lo más importante. Ojalá ese sea el primer paso para que
este país cure por fin la enorme herida que, ese día, hoy hace diez
años, comenzaron a abrir unos miserables, y no me refiero a quienes
pusieron las bombas, muertos ya o condenados, en la credibilidad de
quienes nunca deberían mentir a la sociedad y en la capacidad de creerles de
los ciudadanos.
Cuando uno ve cómo se juega con la
verdad de unos hechos comprobados, con el dolor y la dignidad de las víctimas,
cuando, como recordaba el juez Gómez Bermúdez, no se parte de la ignorancia, sino de la mala fe, una sola palabra me le viene a la boca para referirme a ellos: MISERABLES. Es duro, pero es así.
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