Está visto que esta semana no vamos a conseguir salir sin
daño del lodazal al que nos han arrastrado las difíciles relaciones entre
política y justicia, difíciles por la hipocresía que conllevan, pero es lo que
hay y bienvenidas sean las polémicas y las contradicciones si, con ellas,
conseguimos llevar la luz a esos oscuros recovecos que un sistema tan complejo,
como lo es la democracia, conlleva.
Es evidente que en nuestra democracia las interferencias
entre política y justicia son demasiadas, algo que ocurre desde que se decidió
que el Congreso interviniese en la elección del Consejo General del Poder
Judicial, el órgano de gobierno de los jueces, algo que ocurrió en tiempos de
Felipe González y que encontró su lógica en el hecho de que resultaba cuando menos
paradójica la convivencia de un poder judicial demasiado cercano al franquismo
con un parlamento en que la mayoría absoluta estaba en manos del PSOE y en el
que los comunistas tenían un grupo propio.
Todo iba bien hasta que primero Alianza Popular y luego el
PP aprendieron a hacer política desde los tribunales, torpedeando leyes
encaminadas a transformar la sociedad, la del aborto, por ejemplo, en el
Tribunal Constitucional, con la presentación de recursos que, con Federico
Trillo al timón de todo lo relativo a la Justicia, pasó a ser algo sistemático
y peligrosos, con una composición del Constitucional excesivamente sesgada ala
derecha.
Fue en esa etapa cuando el Estatuto de Autonomía, aprobado
por mayoría absoluta por el Parlament de Catalunya, entonces sí, durante la
etapa del tripartito, además refrendado en una consulta a los ciudadanos
catalanes y visado por el Congreso de los Diputados, que fue paralizado y
mutilado en el TC tras el "oportuno" recurso del PP. Fue,
precisamente, a partir de ese momento cuando en Cataluña creció el sentimiento
de afrenta y el nacionalismo que, años después y por causas que se sumaron a
ésta, la principal, al disparate de los referendos ilegales y el
disparate de la efímera declaración de independencia, hace poco más de dos años
y a ese bucle infernal de ilegalidades, recursos, exagerado en innecesario uso
de la prisión provisional, órdenes europeas de detención frustradas y otros
muchos disparates a los que no fue ajena la coexistencia en una peligrosa
conjunción astral, ésta sí, de jueces y fiscales en la Audiencia Nacional y en
el Supremo, que llevó al controvertido juicio al "Procés", en el que
quedaron descartados la rebelión y, claro, el golpe de Estado del que durante
meses y aún hoy se han llenado la boca los partidos de la extrema derecha
multicolor.
Está claro que la agresiva actuación del fallecido fiscal
Mazas, sobredimensionando la causa iniciada a instancias del PP de Rajoy, que
había renunciado a hacer política donde había que hacerla, dejando la solución
del que había sido su problema en manos de los jueces. Eso, por no hablar de lo
difícil que la va a resultar al PP
Que la estrategia de los fiscales "del PP" estaba
equivocada quedo de manifiesto en la sentencia, que acabó dando la razón a la
abogacía del Estado que, con Dolores Delgado al frente de Justicia, cambió la
calificación de los delitos y destituyo al letrado que se negó a firmarla y
acabó, no lo olvidemos, en las filas de Ciudadanos.
Ayer, el Consejo General del Poder Judicial dio su visto
buen al nombramiento de esa ministra, Lola Delgado, pese a que había estado, a
mi juicio injustamente, en el centro de la polémica en la prensa y entre los
jueces, porque, pese a sus casi treinta años de experiencia, no les parecía
idóneo, a unos, ni estético a otros que pasase de ministra a fiscal general,
poniendo en duda su imparcialidad.
Ese fue, precisamente, el argumento esgrimido por los
vocales que se opusieron al nombramiento, el de la apariencia de imparcialidad,
algo que, por absurdo que parezca, ha de presumirse por quienes han llegado al
consejo a propuesta de los partidos, un sistema que sentó en su día en una de
las sillas del consejo al polémico juez Estevill, nombrad a propuesta de
la CiU de Pujol, que acabó en prisión por la corrupción y la prevaricación con
la que operó en su juzgado.
En fin, que las injerencias de la política en la justicia y
de la justicia en la política, de las que aún nos queda mucho por ver, están
dando lugar a situaciones que nada dicen en favor de una y otra y que, con la
ayuda de los medios, que derrochan tinta a la hora de iniciar las polémicas y
la escatiman con avaricia cuando se resuelve, no hacen sino contribuir al
desprestigio de unos y otros, prensa incluida. Eso, por no hablar de la postura
del PP español en el Parlamento Europeo que, en contra del resto del grupo
Popular, se niega a las sanciones propuestas contra Polonia y Hungría, más
cerca del fascismo que de la democracia ambas, por acabar con la independencia
judicial em su territorio. Un PP, el español, que quiere aparecer como un
adalid de las libertades y la independencia judicial en España y apoya para
esos dos países una justicia más propia de Hitler o Stalin que de la Unión
Europea.
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