Ayer fuimos testigos del imposible disimulo en las
relaciones entre los socios del gobierno catalán. La culpa la tuvo el
acatamiento por parte del Parlament de la suspensión en su condición de
diputado del president de la Generalitat, Joaquim Torra. Lo había decretado la
Junta Electoral como castigo a la terca desobediencia, lo de terca es mío, al
negarse a retirar del balcón de la sede del gobierno catalán del lazo amarillo
que Torra y su gobierno habían colgado en plena campaña electoral, un hecho que
la junta considero "propaganda partidista" y que ordenó retirar no
sólo de la sede del gobierno sino de todos los centros oficiales dependientes
de la Generalitat.
Ante la orden, muy en su estilo, Torra se opuso hasta que el
tribunal le conminó a hacerlo y, como un niño travieso, mantuvo el lazo en el
balcón hasta que la Junta ordenó a las fuerzas del orden hacerlo, como en un
"cógeme si puedes" que aguantó lo que aguantó, aunque, claro,
ya era tarde, porque la máquina implacable de la justicia se había puesto en
marcha y Torra, en su habitual "sostenella y no enmendalla", admitió
ya ante el Supremo al que recurrió el castigo de la Junta, tan retadoramente
como acostumbra o, quién sabe, resignado al sacrificio a sabiendas de que le
sería retirada el acta de diputado y quizá la presidencia.
Torra o quién sea que maneja los hilos del president y de su
grupo parlamentario jugó a amenazar con la convocatoria de elecciones
anticipadas al negarse a dejar la presidencia de la Generalitat, dejando el
puesto al vicepresidente Navarro, de ERC, y, con ese chantaje en mente, se atrincheró
en su escaño hasta que, ayer, Roger Torrent, presidente del Parlament, con el asesoramiento
de los letrados de la cámara y el respaldo de la mesa del Parlament, tomó la
decisión de retirar el acta a Torra "para evitar el daño que, de no
hacerlo, se causaría a la cámara, creando inseguridad jurídica al poner en
cuestión cualquier decisión que tomase en ella con el voto de Torra, al menos
eso dijo, aunque, yo al menos, no puedo dejar de pensar que quizá a Torrent no
le apeteciese desobedecer y ponerse en la senda que el mismo Torra y otros
compañeros de partido había seguido y que, antes o después, acaba por tener
consecuencias.
El caso es que, pese a las amenazas de Torra a Torrent, éste
dio cumplimiento al dictamen de la mesa y retiró la condición de diputado al
president, privándole pues del voto en el pleno que debería haber aprobado los
presupuestos, a lo que los compañeros de Torra respondieron abandonando el
pleno, no sin antes dedicar una cerrada ovación al ya exdiputado, cerrada sólo
en JuntsXCat, porque ninguno de los diputados de Esquerra les siguió.
Ahora, abierta en canal a los ojos de todos, la división en
el gobierno catalán sólo queda esperar a que Torra o quién quiera que sea convoque
elecciones, dado que la amenaza de hacerlo no pareció arrugar a Torrent y su
partido. Todo, porque ayer, por fin, alguien, por miedo o por prudencia, se
atrevió a deshacer el nudo que cerraba ese bucle infernal en que lleva años
viviendo la política catalana y, con ella, la del resto del Estado.
Si todo acaba yendo como aparece los socios de gobierno
tendrán que enfrentarse entre sí y a la dura realidad de que, para una inmensa
mayoría de los catalanes consultados por el CIS autonómico están muy defraudados
con la gestión del gobierno que han mantenido en coalición, quizá porque
empiezan a tomar conciencia de que hay cosas más importantes que una
independencia de momento imposible.
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