Mi país, entonces mi puto país, fue un país de estaciones
repletas de maletas de madera y cartón, de gentes con tarteras envueltas en
pañuelos y bocadillos envueltos en papel de periódico, en manos de gentes que
dejaban atrás hambres, desprecios y miseria, en la tierra del amo, gentes que
apenas con un oficio aprendido deprisa y corriendo, sin el idioma, cruzaban
asustados fronteras, una tras otra, de día y de noche, dormitando, si el lógico
miedo al rechazo lo permitía, para comenzar una nueva vida lejos de la que
había sido, como una mala madre, su tierra o para apuntalar la casa y la
familia que dejaban con remesas de divisas que se quitaban de su bienestar,
renunciando a ropa buena, comida decente o una cama confortable sin el olor a
pies o el cansancio triste del compañero.
Las gentes de este puto país se marchaban a Alemania, a
Holanda, a Francia o vete a saber dónde, para tapar agujeros en la economía
familiar, para comprar una lavadora para la madre de manos retorcidas por el
reúma, para que de vez en cuando entrase un pollo en casa o para que el pequeño
de los hermanos pudiese terminar la escuela que ellos no pudieron terminar. Enfermos
de nostalgia, si las cosas iban bien, regresaban a España, que entonces era una
y grande, pero no libre, y, además, pobre, para curarse la nostalgia por unos
días, regalando y presumiendo de lo que por aquel entonces eran como las
maravillas del libro de Marco Polo. Volvían por unos días, como vuelven los reyes
magos, cargados de regalos, aunque difícilmente podían hacerlo todos los años,
y contaban historias de lujo y modernidad en bares de pueblos resecos, helados
en invierno e infernales en verano, o a la puerta de una digna casucha, qué
contradicción, construida a la orilla de cualquier gran ciudad.
Ese era el puto país que me vio nacer, poco o nada distinto,
más allá del clima y la distancia, de todos esos putos países, desde los que
hombres y mujeres de más allá del mar, en avión o en patera, llegan a España,
muchas veces trayendo a los hijos, para darles una vida mejor aquí o en su
tierra, para que pudiesen estudiar, porque nadie como quien no puede tener
estudios es capaz de apreciar el valor que los estudios tienen.
Vienen a construir la casa de gilipollas como ese Arturo
que, en un autobús madrileño, insultó y golpeó a una de ellas, a cuidar de su
jardín, a entregarle los paquetes, jugándose la vida entre el tráfico, a preparar
la comida y cuidar de él o sus hermanos, a limpiar el culo de los pequeños y
los mayores, porque a Arturo, tan digno él, le daría asco hacerlo, a pasear con
los abuelos, cuidarles y darles conversación, para que no olviden quienes
fueron, porque ni a ellos ni a sus padres les viene bien pasar mucho rato con
los "viejos" y, mira lo que son las cosas, consideran que este país
que están ayudando a construir y enriquecer es un poco, mucho diría yo, suyo.
El tal Arturo, un pijo de cualquier barrio pijo de Madrid,
no puede soportar que esa mujer que seguramente venía de trabajar de su casa o
de otras casas como la suya, tenga los mismos derechos que él, bien alimentado
y encaprichado desde la infancia, y no se le pueda exigir, como probablemente
en casa, con papá y mamá, que se levante del asiento del autobús para dejárselo
a su culo de señorito. Y, si no se lo cedió, fue porque esa mujer era con toda su dignidad merecedora del mismo respeto que tu y que yo, porque, como dijo con orgullo, este es también, puto o no, su país.
Su salvaje agresión y sus despreciables gritos, en los que
no faltaron el machismo, el clasismo ni la xenofobia racista, sólo se
justificaría si padeciese una enfermedad mental, que lo parecía, o estuviese
bajo el efecto de alguna droga, aunque me temo que lo único que tenía era falta
de humanidad y de información. Por eso, para su bien y el muestro, espero que
le identifiquen para que responda de tan poco civilizada actitud, porque el
país en que vivimos ya no es el puto país del que yo y muchos otros venimos y
al que demasiados arturos, en francés, en alemán o en inglés, nos mandaban en
cuanto no les gustaba nuestro aspecto o nuestro acento. Por eso, para no volver
a él, para que no nos devuelvan a nuestro puto país de entonces, tenemos que
ser intolerantes ante cualquier "arturada" que se cruce en nuestro
camino y tenemos que esforzarnos en explicar a todos estos gilipollas, aunque
sólo lo sean por falta de información, de qué puto país venimos y que este
país, puto o no, es también el país de quienes trabajan para sostenerlo y
hacerlo mejor. Eso y no votar nunca a quienes votaría el imbécil de Arturo, que
ya supondréis quien es: Vox
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