jueves, 7 de noviembre de 2019

MI PUTO PAÍS


Mi país, entonces mi puto país, fue un país de estaciones repletas de maletas de madera y cartón, de gentes con tarteras envueltas en pañuelos y bocadillos envueltos en papel de periódico, en manos de gentes que dejaban atrás hambres, desprecios y miseria, en la tierra del amo, gentes que apenas con un oficio aprendido deprisa y corriendo, sin el idioma, cruzaban asustados fronteras, una tras otra, de día y de noche, dormitando, si el lógico miedo al rechazo lo permitía, para comenzar una nueva vida lejos de la que había sido, como una mala madre, su tierra o para apuntalar la casa y la familia que dejaban con remesas de divisas que se quitaban de su bienestar, renunciando a ropa buena, comida decente o una cama confortable sin el olor a pies o el cansancio triste del compañero.
Las gentes de este puto país se marchaban a Alemania, a Holanda, a Francia o vete a saber dónde, para tapar agujeros en la economía familiar, para comprar una lavadora para la madre de manos retorcidas por el reúma, para que de vez en cuando entrase un pollo en casa o para que el pequeño de los hermanos pudiese terminar la escuela que ellos no pudieron terminar. Enfermos de nostalgia, si las cosas iban bien, regresaban a España, que entonces era una y grande, pero no libre, y, además, pobre, para curarse la nostalgia por unos días, regalando y presumiendo de lo que por aquel entonces eran como las maravillas del libro de Marco Polo. Volvían por unos días, como vuelven los reyes magos, cargados de regalos, aunque difícilmente podían hacerlo todos los años, y contaban historias de lujo y modernidad en bares de pueblos resecos, helados en invierno e infernales en verano, o a la puerta de una digna casucha, qué contradicción, construida a la orilla de cualquier gran ciudad.
Ese era el puto país que me vio nacer, poco o nada distinto, más allá del clima y la distancia, de todos esos putos países, desde los que hombres y mujeres de más allá del mar, en avión o en patera, llegan a España, muchas veces trayendo a los hijos, para darles una vida mejor aquí o en su tierra, para que pudiesen estudiar, porque nadie como quien no puede tener estudios es capaz de apreciar el valor que los estudios tienen.
Vienen a construir la casa de gilipollas como ese Arturo que, en un autobús madrileño, insultó y golpeó a una de ellas, a cuidar de su jardín, a entregarle los paquetes, jugándose la vida entre el tráfico, a  preparar la comida y cuidar de él o sus hermanos, a limpiar el culo de los pequeños y los mayores, porque a Arturo, tan digno él, le daría asco hacerlo, a pasear con los abuelos, cuidarles y darles conversación, para que no olviden quienes fueron, porque ni a ellos ni a sus padres les viene bien pasar mucho rato con los "viejos" y, mira lo que son las cosas, consideran que este país que están ayudando a construir y enriquecer es un poco, mucho diría yo, suyo.
El tal Arturo, un pijo de cualquier barrio pijo de Madrid, no puede soportar que esa mujer que seguramente venía de trabajar de su casa o de otras casas como la suya, tenga los mismos derechos que él, bien alimentado y encaprichado desde la infancia, y no se le pueda exigir, como probablemente en casa, con papá y mamá, que se levante del asiento del autobús para dejárselo a su culo de señorito. Y, si no se lo cedió, fue porque esa mujer era con toda su dignidad merecedora del mismo respeto que tu y que yo, porque, como dijo con orgullo, este es también, puto o no, su país.
Su salvaje agresión y sus despreciables gritos, en los que no faltaron el machismo, el clasismo ni la xenofobia racista, sólo se justificaría si padeciese una enfermedad mental, que lo parecía, o estuviese bajo el efecto de alguna droga, aunque me temo que lo único que tenía era falta de humanidad y de información. Por eso, para su bien y el muestro, espero que le identifiquen para que responda de tan poco civilizada actitud, porque el país en que vivimos ya no es el puto país del que yo y muchos otros venimos y al que demasiados arturos, en francés, en alemán o en inglés, nos mandaban en cuanto no les gustaba nuestro aspecto o nuestro acento. Por eso, para no volver a él, para que no nos devuelvan a nuestro puto país de entonces, tenemos que ser intolerantes ante cualquier "arturada" que se cruce en nuestro camino y tenemos que esforzarnos en explicar a todos estos gilipollas, aunque sólo lo sean por falta de información, de qué puto país venimos y que este país, puto o no, es también el país de quienes trabajan para sostenerlo y hacerlo mejor. Eso y no votar nunca a quienes votaría el imbécil de Arturo, que ya supondréis quien es: Vox

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