Supongo que, a estas alturas, nadie ve los partidos
políticos como otra cosa que pequeñas monarquías a escala en las que la
democracia interna brilla por su ausencia tanto como se hincha el ego del líder
de turno. Es difícil rebatir esto que digo, porque, de un tiempo a esta parte,
asistimos al bochornoso espectáculo de unas sucesiones en sus órganos de poder
que, salvo por la ausencia del vínculo de la sangre, se parece más a un relevo
en el trono.
En el PP, es Rajoy el que decide quien vive y quien muere,
quien progresa y quien cae en el abismo, y acaba de dejarlo claro con la
designación del anodino Ángel Garrido, fiel servidor en apariencia de la
presidenta Cristina Cifuentes, abandonada a su suerte, en la peor de las
ignominias y olvidada en todos y cada uno de sus discursos después de haber ejercido
como su paladín en las refriegas en torno al chusco máster de sus desgracias.
Sin embargo, estas sucesiones no sólo y no siempre tan a las
claras se dan en el PP. Son pocos los partidos que escogen a sus líderes en
pura democracia. Es tanto lo que está en juego que los aparatos se defienden
con uñas y dientes contra las urnas y contra ese espantoso "un militante,
un voto". Lo pudimos comprobar con aquel "golpe de Estado" dado
en Ferraz, para derribar a Pedro Sánchez, al que sólo una revolución en las bases
socialistas devolvió a la secretaría general que había ganado en las urnas. Para qué hablar de Ciudadanos o del complejísimo sistema de votación de los vistaalegres de Podemos, que nunca se apartan de un milímetro de los designios de su líder.
Sucesión "monárquica" hubo también en
Convergencia, cuando el veterano Pujol, acorralado ya por la corrupción que
empapaba a toda su familia, con él chorreando, designó a Artur Mas, con su
pinta de "yerno" ideal, al frente de algo que era más que un gobierno
y más que un partido, cargado de trampas y citas judiciales. y dispuesto a
emprender una huida hacia adelante, en la que creyó que la bandera de la
independencia lo iba a cubrir todo. Casi lo consigue, porque, hasta que se dio
de narices con la CUP, consiguió que los catalanes, algunos, menos de la mitad,
olvidaran sus corruptelas y las de su partido ante la zanahoria de una más que
improbable independencia.
Así, de movilización en movilización, de elección en
elección, llegó a esa "casi" mayoría absoluta que podía hacer
realidad, si no el sueño, sí la visión del sueño. Pero la díscola CUP,
coherente con su discurso, exigió su cabeza a cambio de ser el broche de esa
mayoría no por todos deseada, capaz de proclamar la independencia. Fue entonces
cuando apareció de la nada Carles Puigdemont, un periodista de oficio que llegó
por una serie de carambolas a la alcaldía de Girona, del que nunca se supo a
qué jugaba, salvo que para su juego había que matar al padre, Artur Mas, al que
se dejó apenas sin voz y cargado de citas en los juzgados.
La huida hacia adelante siguió con una mayoría en escaños
que, pese a las movilizaciones, nunca representó a todos los catalanes, hasta
la aprobación con plena conciencia, dando de lado el dictamen de los letrados
del Parlament y desoyendo las advertencias del Tribunal Constitucional, aprobó
leyes efímeras, tan efímeras como esa independencia que duró lo que dura la
coma de una adversativa en un discurso y que llevó al 155 y a la prisión y la
huida de la élite del independentismo.
A partir de ahí, el martirio para unos, los más coherentes y
la aventura internacional para los más avispados. A partir de ahí, el
ilusionismo, el juego de apariciones y desapariciones, el ratón heroico
burlando al torpe y gordo gato Estado, cruzando fronteras, vendiendo en inglés
y francés lo que difícilmente podía explicar en español, hasta que la pesada,
torpe, pero eficaz maquinaria del Estado le dejó claro que legalmente nunca
sería elegido presidente de Cataluña.
Ha sido a partir de ese momento, después de retorcer y crear
leyes inviables, suspendidas por el Constitucional, después de fracasar en la
búsqueda de un respaldo internacional que nunca tuvo, porque nunca podrá
tenerlo, cuando, tras un inútil ir y venir de diputados, a Bruselas, primero, y
a Berlín después, después de dejar plantadas a tres diputadas que ayer mismo
viajaron a la capital alemana, por arte de birli birloque y en el mayor de los
suspenses se sacó de la manga el nombre de Joaquim Torra, un hombre de la
cultura, independentista radical, ex presidente de Òmnium Cultural y no mal
visto por la CUP, para recibir la investidura como president que él tanto
ansiaba.
Algún día sabremos que ha habido detrás de esta designación,
quizá, pero hoy sólo vemos el paño rojo de raso y el humo de colores que deja
el ilusionista, tras mantenernos en suspense con su juego de manos.
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