En general, tememos tanto a la muerte que la hemos borrado
de nuestras vidas. Frente a la actitud de otros tiempos, en los que morir
resultaba algo habitual y, por tanto, natural, en nuestro siglo, no nos preparamos para el trance final de la
vida, sino que, como no podemos esconderla de ella, lo que hacemos es
esconderla, sacarla de nuestras vidas y la de los nuestros. La gente ya no se
muere, la gente desaparece.
Por eso, porque la muerte es "un bien escaso",
traficamos con ella. La usamos, o la usan otros contra nosotros, envuelta en
grandes palabras para aterrorizarnos o para justificar, con el terror que
produce en nosotros, cosas que de otro modo nunca admitiríamos. Por ejemplo,
Esa renuncia que hacemos a nuestra dignidad y nuestros derechos cada vez que,
por ejemplo, traspasamos la línea de embarque de un aeropuerto, sin pensar que
nos ponemos en manos de gente que, en el mejor de los casos, dispone de nuestras
vidas en lo que para ellos no deja de ser una rutina más o menos deseada.
A bordo de un avión una palabra más alta que otra o un mal
gesto hacía uno de sus tripulantes, no digo ya, si es el comandante, puede
suponer nuestro desembarque inmediato del avión, Guardia Civil mediante, con
las consiguientes miradas de odio de nuestros compañeros de pasaje, para los
que pasamos de ser compañeros de viaje a convertirnos en problema.
Por eso cedemos, por eso nos descalzamos, dejamos que nos
vean desnudos, que nos cacheen, que nos hagan llegar al aeropuerto dos horas
antes de un vuelo que apenas dura una, por eso dejamos que midan pesen y
radiografíen nuestro equipaje, por eso dejamos la luma de uñas que, por
descuido o por necesidad llevamos encima... por eso, tras los atentados de 2011
en Estados Unidos, se decidió convertir las cabinas de los aviones en un fortín
que el lunes se volvió trampa, sin pararse a pensar, salvo en los Estados
Unidos, en las consecuencias que podía tener encerrar o permitir que se encierre
un piloto.
La paranoia, el miedo a verse como víctima en el escenario
de un atentado, a convertirse en coartada para un plan diabólico, nos llevó a
aplaudir algo tan irracional como para facilitar las circunstancias para que
una persona, el lunes Andreas Lubitz, manejase fríamente los controles para
echar al suelo un avión con ciento cincuenta personas a bordo. La paranoia y el
ánimo de lucro desmedido que parece regir los destinos del mundo hoy día, esa
ambición que lleva a colocar a quienes serían poco más que becarios en una
redacción a tener entre sus manos toneladas de vida y metal en sus manos.
Porque el copiloto del avión estrellado no era mucho más que
un becario con 630 horas de vuelo , un becario con dos años de antigüedad en la
compañía que, en la redacción que yo he conocido, podría seguir aún en
prácticas, cobrando un sueldo de risa y soportando el mismo estrés que
cualquiera de sus compañeros consagrados.
Algo a lo que lleva la precarización de nuestras vidas, algo
que hace que, a cambio de pagar menos por los pasajes acabemos en manos de
tripulaciones mal pagadas, mal formadas y, como hemos visto ayer, mal
seleccionadas. Todo en aras de la rebaja de costes, probablemente, la causa de
que, en la siniestra cabina de ese avión, una verdadera habitación anti pánico,
pudiese quedarse solo uno de los pilotos.
Ahora, en aras de lo políticamente correcto, comienza a
criticarse al fiscal, a mi juicio, ejemplar en su actuación, porque, para
algunos, lo fácil es culpar al piloto, pero, siento decirlo, no me explico cómo
se deja abierta la posibilidad de que un piloto que tuvo que interrumpir su
formación a consecuencia de una depresión se quede solo a los mandos de un
avión. Un piloto cuya mayor ilusión en la vida había sido, desde que era un
niño, volar y en cuyo horizonte asomaba el cierre de la empresa para la que,
por fin, volaba. Demasiado estrés para un alma solitaria, demasiado poder, el
de la soledad de la cabina, para dejarlo en sus manos.
Se critica ahora al fiscal francés por su premura en exponer
sus conclusiones, un funcionario de comportamiento ejemplar que tuvo el detalle
y la cordura de exponérselas a la familia antes que a la prensa y que pese, a
lo que parece una evidencia, en ningún momento aseguró que la suya fuese la
única verdad.
Evidentemente, quedan aún muchas cosas por explicar. Por
ejemplo, por qué hubo que suspender 30 vuelos de la compañía tras el accidente,
suspensión que Germanwings, que había dejado abierta la posibilidad de que
alguien con antecedentes psiquiátricos se quedase solo a los mandos de uno de
sus aparatos, atribuyó a su estado de ánimo.
Espero que, a partir de ahora, nadie pueda encerrarse en
solitario en esa caja fuerte en que han convertido la cabina de mando de un
avión, espero que se extremen los controles psicológicos de las tripulaciones y
espero que, a partir de ahora, los pasajeros dejemos de ser, para las compañías
y para las autoridades, una carga peligrosa que, antes de sentarla en la
butaca, hay que desactivar.
Ayer, tuvimos dos sorpresas de muy distinto signo y las dos
a un tiempo: la de un piloto que pasó en segundos de víctima a verdugo y la de
un fiscal impecable que, con serenidad y pulcritud, nos ayudó en ese tránsito.
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1 comentario:
Me encanta. Enhorabuena. Completamente de acuerdo,,,
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