A quién no le ha ocurrido que in día, de repente, se le han
fundido, una tras otra, todas las bombillas de una lámpara o que, en el plazo
de semanas, han ido "muriendo", como si se hubiesen puesto de
acuerdo, todos los electrodomésticos que compramos en la última reforma de la
cocina. Se trata de un fenómeno nada natural conocido como obsolescencia
programada. Un fenómeno que se explica porque en la sociedad posindustrial y
consumista en que nos ha tocado vivir, los fabricantes dejan en sus aparatos "piezas
trampa" que al cabo de un tiempo perfectamente calculado, más allá de que
la garantía expirase, aunque mucho antes de que el aparato se deteriore, para
que deje de funcionar y haya que sustituirlo.
Pues bien, conversando ayer tarde con un amigo que ha decidido
ahora entrar en política y que me hablaba de la necesidad de renovación de
caras y, sobre todo, de generaciones que está pidiendo a gritos la política
española, me vino a la cabeza la idea de que nos ería malo que se limitase el
tiempo de permanencia, no ya en los cargos ejecutivo, sino en los propios
cargos de representación, para que eso, la representación de los ciudadanos y
la política pura y dura no acabasen conviniéndose en una "profesión"
en el peor sentido de la expresión.
Para explicar esa necesidad, basta con mirar el hemiciclo
del Congreso y ver en él a personajes que venimos viendo desde hace
décadas, resabiados y aburridos, halando por teléfono y wasapeando, a saber con
quién, o, lo que es peor, jugando con su tableta en lo más alto de la
presidencia. Algo triste y vergonzosos, porque, creo, representar a nuestros
conciudadanos es quizá lo más grande a lo que una persona decente puede aspirar
y, si se aburre haciéndolo, más vale que diga adiós a su escaño, sin que sean
estos quienes se lo quiten, y vuelva a su vida profesional, sea la que fuese.
Y, siendo malo, no sería eso lo peor, porque se da el caso
de algunos políticos que, como José Luis Rodríguez Zapatero, por ejemplo, no
han hecho otra cosa en su vida que estar en la política y recibir sus ingresos
de ella. Demasiados años que dan para tejer redes, de amistad o de intereses,
que al final le llevan a ser la cara amable y viajera de cualquier lobby que
ande haciendo negocios por Guinea, Cuba o el Sahara.
Los diputados, los políticos, como los aparatos se
deterioran. Antes o después comienzan a vibrar o a hacer ruidos cada vez más
raros y preocupantes y dejan de servir para lo que servían, para convertirse en
trastos que se acumulan en armarios o trasteros, cuando donde deberían estar,
convenientemente reciclados es en la basura. Y, si no se programa el final de
la vida útil, la obsolescencia, de nuestros políticos, corremos el peligro de
convertir el Congreso en un cementerio de lavadoras y frigoríficos oxidados y
ruidosos que, ya, ni centrifugan ni enfrían. Y no quiero decir con esto que me
parezca bien la injusta obsolescencia programada, que nos deja sin bombillas o
aparatos cuando menos falta hace, no. Lo que quiero decir es que al
obsolescencia de nuestros políticos está mal programada y que el Parlamento,
que es la casa de todos se ha llenado de trastos que habría que haber renovado
hace ya mucho tiempo y que, ahora y por nuestro bien, deberíamos llevar al
punto verde para su reciclado.
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