Ayer, cuando llegué a casa, me enteré de que la ministra de
Sanidad, ese pasmarote a la vez inerte y asustadizo de firmes convicciones
religiosas y moral distraída en lo económico que Rajoy situó al frente de un
ministerio que iba a resultar clave en medio de la crisis en la que iban a
sumergirnos, y me alegré. Me alegré, pero no tanto como me hubiese alegrado
saber que Ana Mato se iba porque le atormentaba la idea de haber expulsado de
la sanidad universal a ciudadanos a los que, sin trabajo, sin recursos o sin
papeles conciencia, esa crisis les ha golpeado con mayor contundencia.
Del mismo modo me hubiese alegrado que hubiese tomado la decisión a
primera hora de la mañana después de no haber soportado mirarse al espejo
sabiendo como sabe que muchos pensionistas han dejado de tomar los medicamentos
que les ayudan a mantenerse vivos, para poder comer hasta final de mes o dejan
de comer carne o pescado para poder pagar los medicamentos que les son
imprescindibles, porque usted, ustedes, decidieron que los tomaban casi como
golosinas y que se había acabado eso de que los recibiesen gratuitamente.
Ojalá lo hubiese pensado cualquiera de esas mañanas, mirando
como el servicio vestía a sus niñas, recordando quizá aquellos días felices de
lujosos cumpleaños o caprichosos viajes a Eurodisney, quizá echaba de menos en
el jardín esas flores descomunales de las fiestas o el delicado rumor del
jaguar de Jesús (Sepúlveda) que ya no duerme en el garaje como tampoco él
duerme en casa. Quizá, al echar una ojeada a la habitación vacía haya
descubierto alguno de los lujosos bolsos de Louis Vuitton en cualquier rincón de la
misma. Hubiese estado bien que así fuese que pensando en todo ello hubiese
llamado a su amigas Ana (Botella) o Esperanza (Aguirre) con las que vivió su
fulgurante ascenso en la política.
Me hubiese alegrado, y cómo, que la dimisión de ayer hubiese
sido la respuesta a aquella pregunta del periodista que, en pleno caos social y
sanitario causado por el contagio de una de las sanitarias que atendieron a los
misioneros enfermos de ébola, evacuados de Sierra Leona, se atrevió a querer
saber si pensaba irse. Me hubiese sido que la dimisión hubiese sido
consecuencia de un ataque de dignidad de la ministra el día en que fue
claramente desautorizada por su amigo Mariano, que colocó a la vicepresidenta
al frente de la gestión de una crisis que ella se había mostrado evidentemente
incapaz.
Pero no. La decisión la tomó, o la anunció, ya muy entrada
la tarde, después de haberse visto con su amigo Mariano, para el que dirigió la
campaña electoral que le llevó a La Moncloa y que hoy no ha tenido ni una sola
palabra para ella, ni siquiera al contemplar desde la tribuna del Congreso, el
hueco que tan fiel y sufrida colaboradora había dejado en el banco azul. Quizá
nos quedaremos sin saber quién pidió ver a quién, aunque, a la vista de quien
sale beneficiado de esa entrevista, aunque sólo sea de momento, y de quien la
perjudicada y dimitida, queda claro que fue el presidente el que llamó a su
ministra pasmada.
Lo lógico es que así fuera, porque difícilmente Rajoy
hubiese podido hablar de medidas contra la corrupción en el pleno del
Congreso, teniendo sentada en el banco azul a una ministra que acababa de ser
señalada por el juez Ruz como beneficiaria, sola o en compañía de otros, ha
sido para este país la estructura mafiosa PP-Gürtel. Hubiese tenido que
aguantar mucha rechifla, algún abucheo y quién sabe si pataleos, con la ex
ministra sentada allí, frente a él. Aunque, bien mirado, en el auto del juez
Ruz, Ana Mato es tan beneficiaria de ese saqueo como lo es el Partido Popular
que, que yo sepa, aún preside Mariano Rajoy.
Ana mayo se ha ido como llegó y como ha pasado por el
ministerio, sin decir una palabra. La lástima es que la mudita del gobierno no
se haya ido por su nefasta gestión, ni por todas las injusticias que ella, sola
o en compañía de otros, ha perpetrado desde su cargo contra los más débiles.
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1 comentario:
No se puede decir mejor...
Saludos
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