Después de los años en que hemos vivido la utopía del estado
de bienestar, una utopía forzada por la existencia del bloque del Este, el
falso paraíso socialista tras el telón de acero, los que se esconden tras la máscara
del gran capital, el mismo de siempre, sin alma y sin prejuicios, se ha sentido
con fuerza para devolver a los pobres a su pobreza y para recuperar ellos los
privilegios de siempre. Se sienten fuertes y no piensan parar hasta volver a
aquel paisaje de cazadores y monteros de fin de semana y pacos, régulas y
azarías condenados a servirles y a humillarse ante sus caprichos.
Y, para conseguirlo, lo primero que están desmontando es la
escalera social que ha sido la enseñanza, la que permitía a los hijos de los
aparceros llegar a la universidad y volver al pueblo de ingenieros o abogados y
no tener que partir de chachas o aprendices cuando el hambre apretaba en el
terruño. Y no sólo eso. También se han encargado de dinamitar el futuro de
quienes aspiraban a una existencia más o menos plácida, con una casa, un coche,
una merecida jubilación y un trabajo para los hijos.
La ambición de quienes no faltan a misa los domingos nos ha
llevado a un país en el que los salarios, si es que los hay, siguen bajando,
mientras los beneficios de las grandes empresas, las que sientan en sus
consejos de administración los culos agradecidos de los descendientes de
saqueadores, piratas y contrabandistas y los no menos afines de quienes se
cobran en ese asiento los favores hechos desde la administración, se han
disparado obscenamente.
En todo es igual y, no lo dudéis, somos culpables. Lo
primero que les regalamos fue el salón de casa desde el que, a través de la
televisión siempre encendida adormecieron nuestra conciencia hasta el punto de
darles el poder absoluto para empobrecernos absolutamente. También desde esas
pantallas nos convencieron de lo que teníamos que consumir y de donde había que
hacerlo. Ensombrecieron así nuestros barrios, dejando caer ese comercio que
reportaba vida los salarios y, cuando hizo falta, el crédito preciso para
llegar a fin de mes.
Luego llegó el deterioro de lo que merecemos porque lo
pagamos con nuestros impuestos, las calles rotas, sucias y abandonadas, los
transportes cada vez más escasos y peor atendidos, la inseguridad que, como
todo, va por barrios, y la desesperanza. Los mendigos, las más de las veces
explotados por redes que los distribuyen a las puertas de comercios y mercados,
las cada vez más desoladoras colas del paro, las de los roperos y comedores
sociales, los ancianos y no tan ancianos, vestidos aún con la ropa de cuando se
lo ganaban rebuscando en los contenedores, los jóvenes y no tan jóvenes que
cada mañana intentan colarse en el metro... en fin todo eso que hace unos años
nos parecía tan lejano e imposible y que ahora nos es tan cercano.
A quienes vivimos otra crisis la de los ochenta, con la
heroína corriendo por las calles, la de los tirones y los atracos, nos extraña
que aún no haya habido un estallido social. Quizá sea así porque las víctimas
de la de ahora, especialmente los jóvenes, conservan aún la esperanza de que
todo pase y de que algún día se reconozca su esfuerzo preparándose o porque,
gracias a esa preparación, tienen la oportunidad o las fuerzas para marcharse.
Pero esto, así, no puede durar siempre. Hace tiempo que la olla está en el
fuego y pronto va a romper a hervir y quién sabe si estallará.
Mientras, los responsables creen tenerlo todo resuelto desde
sus lujosos chalés bien dotados de alarmas en urbanizaciones vigiladas y fortificadas,
con sus negocios vigilados por un paria que, salvo que se tenga por
"hombre de acción, es poco más que un uniforme y sus calles -he dicho sus,
no muestras- calles vigiladas por una policía que pagamos todos, pero que casi
siempre les sirve a ellos. Creen tenerlo todo controlado y quizá así sea. Quizá
este estado de cosas, esta injusticia que crece hasta ahogarnos sea capaz de
contener la indignación dormida de tanta gente, pero llegará un día en que
alguien se excederá más de la cuenta, un día en que alguien disparará
contra un desesperado de aquí y nuestra tolerancia para la injusticia,
entrenada frente a las imágenes de las vallas de Ceuta o de Melilla, saltará
por los aires como hace dos noches estalló la de los negros en Ferguson.
Y es que esa ciudad, Ferguson, no está tan lejos, Basta con
aumentar la presión hasta que la olla reviente. De momento, aquí, Podemos y las
esperanzas puestas en esa alternativa están sirviendo de válvula de seguridad
de la olla, pero ojo con frustrar esa esperanza, porque acabaremos siendo, como
Ferguson, una ciudad en llamas.
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1 comentario:
Realmente inquietante...
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