Hoy me he levantado un poco más remolón que de costumbre y
me he dado de bruces con el comentario de un contertulio radiofónico que,
rotundo, afirmaba que la revolución de los claveles en Portugal sirvió para
dejar claro que en Europa ya no cabían las dictaduras. La verdad es que ese
comentario era tan rotundo como voluntarioso, porque a unos cientos de
kilómetros de Lisboa, un dictador arrastró sus días y su régimen año y medio
más, porque Franco, el sátrapa que gobernó España casi cuarenta años, murió en la
cama de un hospital -público, por cierto- ensartado por decenas de agujas y
convertido en medusa por otros tantos cables y vías.
Tampoco acertaba el autor del comentario, porque, con la
desaparición de Franco las que acabaron, quizá y sólo en Europa Occidental, las
dictaduras formales, sostenidas por los ejércitos con sus botas, sus fusiles y
sus carros, pero en modo alguno desaparecieron quienes se esconden tras las
dictaduras, que aprendieron a convivir con las democracias, también formales,
para seguir chupando la sangre de los ciudadanos que, para nuestra desgracia,
es y ha sido su oficio bien aprendido.
En tiempos de los dictadores al uso, que hoy tendríamos que
buscar en África, eran las familias y, por decir más, las familias del país,
las que se adherían al tirano, como los líquenes se adhieren al árbol que les
da la vida y que ayudaron a crecer. Hoy no. Hoy estos verdaderos dictadores,
porque sin ellos no hubiese habido un Dragon Rapide para Franco, han aprendido
que se sobrevive mejor desde el anonimato. Es más, creo que lo han aprendido de
la Mafia, que eliminaba a quienes, de entre ellos, destacaban o hacían
ostentación de poder o riqueza, porque ese, la ostentación, y no otro es el
mayor pecado de un mafioso, porque, con ella, acaba por reclamar la atención de
la sociedad.
Hoy, las "familias" que vivían por y para las
dictaduras se esconden detrás de la máscara de las grandes corporaciones, esas
que tienen los negocios en un país, pagan sus impuestos "a la carta"
en otro y reparten sus dividendos en paraísos fiscales. Hoy, esas corporaciones
son la bota que pisa el cuello de la ciudadanía, son quienes, sin uniformes,
sin fusiles ni carros, imponen el silencio que necesitan, no por la fuerza, no
por la amenaza de la prisión o las multas, sino, comprando la propiedad de esos
medios, como hacían en tiempos los "señoritos" enamorados, que
compraban teatros o invertían en el cine, para su querida o para satisfacer el
ego y las ansias de gloria de sus queridas.
No. Ya no hay desfiles por el paseo de la Castellana. Ya no
son necesarios. Los han cambiado por costosas campañas publicitarias capaces,
como los buenos detergentes, de lavar cualquier imagen y de hacer creer a los
de abajo, como lo creían las almas cándidas que, en dictadura, se vive en el mejor
de los mundos. Hoy, las grandes corporaciones no financian golpes de estado
para acabar con los sindicatos. Hoy, machacan las meninges de los trabajadores
para hacerles creer que "todos" los sindicalistas son parásitos y que
trabajar por sueldos miserables y esclavistas, que condenan cualquier esperanza
de promoción social, es conveniente y la única actitud posible.
Ya no hay dictaduras al uso, ya no son necesarias. La CIA,
los kissinger y los fascistas no son necesarios. Tienen su troika, tan
antidemocrática como los ideólogos de aquella Escuela de las Américas,
dispuesta borrar de un plumazo los derechos de los ciudadanos de cualquier país
que pongan en su punto de mira.
Hoy se presiona sobre parlamentos que recuerdan, por su
inoperancia manifiesta, a aquellas cortes franquistas repletas de sotanas y
uniformes. Hoy, las grandes corporaciones pactan entre ellas precios y salarios
"para no perjudicarse". Hoy, las autoridades portuguesas, las que pisotean,
para apagarlas, las brasas de aquel 25 de abril de hace cuarenta años no han
permitido la presencia de aquellos "capitanes de abril" en los actos
que conmemoran su hermosa hazaña. Hoy, pese a lo que crean y digan algunos, sí
caben las dictaduras. Otras dictaduras, pero dictaduras al fin.
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