Querido Gabo que estás en los libros:
Ahora que, aparentemente, ya sólo vas a estar en
ellos, aunque eso sea como estar en todas partes, ahora que tienes la vida
eterna de quienes se hacen con un rincón de la memoria y el corazón de sus
lectores, de toda esa gente a la que has ayudado a soñar, a pensar y, sobre
todo, a ser felices mientras sostenían en sus manos tu magia realista, ahora te
digo que te vamos a echar de menos, aunque sigas viviendo como un fantasma que
se ha dormido en los estantes de nuestra, pequeña o grande, biblioteca.
Dormido, pero sólo hasta que alguien quede atrapado en tu magia, porque alguien
le ha dado a probar el veneno en dos líneas, tan sólo dos líneas, esas que
dicen “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el
coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en su padre lo
llevó a conocer el hielo.
Entonces, estará perdido, porque no parará hasta leer el
punto final de esa sensacional novela que a tantos nos abrió la mente y nos enseñó
que se puede señalar sin nombrar y decir, no sin palabras, sino con las
palabras cambiadas. Formará parte entonces de la legión de degustadores de esa
literatura, tu literatura, que tanto nos asombra y que nos parece pura
fantasía, cuando, para bien o para mal, no trata de otra cosa que lo que ocurre
cada día, cada hora, a cada instante, al otro lado del Atlántico, del Rio
Grande para abajo, lejos del alcance de esos seres racionales y fríos que
llamáis gringos.
Porque tu obra, Gabo, no es posible sin tu gente, esa gente
que describe el ferrocarril, el primer tren en entrar en Macondo, como de una
cocina con una ciudad a rastras. En tus novelas, el paisaje, el clima, las
sequías y la humedad del trópico son tan protagonistas como Aureliano Buendía y
tan reales como la magia que desatan. Por eso va a ser tan difícil olvidarte,
porque nadie volverá a escribir como tú lo hacías. Porque ni siquiera lograste
hacerlo cuando, vete a saber porque misterios, publicaste esa última novela que
debería haberse quedado en lo que era: un cuento.
Va a ser duros los primeros cien años que los que nos
quedamos aquí y los que vengan tengamos que vivir en soledad, definitivamente,
los coroneles, y todos los demás, ya no tenemos quien nos escriba como tú lo
hacías y ,en estos tiempos del cólera, ya sin amor, La mala hora en que nos
dejaste quedará para muchos como un sobresalto, como algo inesperado que, en
tiempos de ese otro cólera que es Internet, nos ha ido sorprendiendo uno a uno,
como si tú mismo o cualquiera de tus fantasmas, nos lo fueran diciendo al oído.
Tus funerales no serán los de la mama grande, pero ten por
seguro que se te honrará como mereces. Y, cuando pase el tiempo, habrá algún
náufrago de ese periodismo que tanto amaste y que se hundió, que haga, para las
generaciones futuras, el relato de quién fuiste. Será una historia tan
increíble, pero no tan triste, como la de la cándida Eréndira y su abuela
desalmada, alguien que, quizá con ojos de perro azul, nos hable de aquel Gabo
que una vez fue feliz e indocumentado que presencio los otoños de tantos
patriarcas, especialmente el del viejo y sanguinario sátrapa que atormentó el
Chile que tanto amaste durante tantos años, patriarcas, generales que, como el
de aquí, tienen por costumbre encerrarnos en sus laberintos. Aunque, a hora que
lo pienso, no va a hacer falta, porque ya tú viviste para contarla, con tus dos
dedos en silencio en los últimos años, como escribiendo sin palabras la crónica
de tu muerte. Lo esperábamos, pero, a los que aprendimos en tus libros a leer
de otra manera, a vivir de otra manera, se nos van a hacer duros esos cien años
de soledad. Aunque nos queda el consuelo, querido Gabo que estás en los cielos,
de que sus páginas no son como la hojarasca que se pudre o dispersa el viento,
porque cada vez que unos ojos nuevos se posen en ellas, cobrarán vida de nuevo, como recién escritas, y reverdecerán con la
fuerza que les da tu tierra sabia, antigua y caliente.
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