Dice con mucho sentido mi querido Fernando Delgado que hay
gente que está deseando que se le mueran los amigos para (en la necrológica)
hablar bien de sí mismos. Yo extendería la reflexión de mi amigo a las homilías
de los funerales y a hablar mal de los enemigos o, con perdón,
adversarios.
Si escribo lo anterior, es porque pareciera que en el
funeral celebrado ayer en la Catedral de la Almudena en recuerdo del presidente
Suárez hubo de lo uno y de lo otro, porque, después de toda una semana de
elogios boomerang elogios de ida y vuelta, al fallecido, faltaba la tétrica
aparición del sanguinario Obiang, con tratamiento de indeseable y apestado,
pero de presencia conveniente vete tú a saber para qué o para quién, responde a
la necesidad del tirano de homologarse con los mandatarios de la metrópoli, el
que quiso derribar a cañonazos el avión en el que Suárez viajaba a Malabo para
mediar en la salida de la anterior dictadura.
Se habla, para justificar esa presencia, de la diplomacia,
diplomacia fatalista me atrevería a decir yo, que impide que cada país designe
a su representante en los actos a los que es invitado. Se dice eso y se olvida
cómo el aún príncipe Juan Carlos acompañó al aeropuerto de Barajas, hoy Adolfo
Suárez, al no menos sanguinario Augusto Pinochet, para que, una vez celebrado
el funeral por el dictador Franco, su presencia no contaminase el acto de su
coronación, en una misa también, por cierto.
Y, de misa a misa, no puedo dejar de subrayar cuán distintos
eran los oficiantes de uno y otro funeral y, especialmente, aquella misa que no
fue de coronación sino de entronización, el tenebroso y reptilineo (y no hay
errata), cardenal arzobispo Rouco Varela, y aquel otro cardenal arzobispo
Enrique y Tarancón, porque donde uno aplicaba bálsamo, mirando hacia adelante,
el otro echa sal sobre la herida, mirando, muy al contrario, hacia el más
oscuro de los pasados, un pasado que nos lleva a aquella dictadura terrible
surgida de una guerra de más de tres años, que dejó centenares de miles de
muertos, heridos y represaliados, algunos hasta la misma muerte del dictador.
Qué distinto aquel Enrique y Tarancón llenándonos de
esperanza incluso a los no creyentes y no monárquicos, frente a este Rouco
Varela, amargado, sectario y revanchista que nunca ha entendido que las cosas
del césar son del césar y, de dios, sólo las de dios. Una vez más, el dictador
Obiang y el cardenal Rouco, con sus protagonismos, casi clandestino uno y
revestido de solemnidad el otro, consiguieron que olvidásemos para que estaban
allí, que era no para otra cosa que no fuese despedir en el ámbito de su
iglesia a quien nunca ocultó sus creencias.
Y todo lo anterior, todas esas vergonzosas contradicciones,
por no hablar de un aspecto, no menos terrible, de lo que significó la
ceremonia de ayer, como lo es el hecho de que, tanto éste como otros asuntos
del protocolo del Estado, se resuelvan con una misa de rito católico, con una
pompa, una mística y unas maneras que, no sólo nos recuerdan lo que a veces
ignoramos, la enorme presión que aún ejerce la iglesia sobre la sociedad civil,
sino que son aprovechados por el cardenal de turno para, cual Mourinho sotana,
meter el dedo en el ojo del adversario.
No puedo verlo de otra manera y no puedo sino preguntarme
dónde estuvo la memoria de Suárez.
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