Siempre he pensado que los españoles nos quejamos mucho,
pero reclamamos poco. Lo digo porque llevo toda una vida comprobando como mis
conciudadanos -y ya sé que generalizar es malo- son perfectamente conscientes
de los abusas que se cometen con ellos, en el trabajo, en los comercios, en la
calle, con sus impuestos, y, sin embargo, se conforman, refunfuñan, comentan,
pero tragan. Y está claro que tragando es poco lo que se cambia, es poco lo que
se arregla.
Ayer, antes de salir para mi visita semanal a ese revoltijo
organizado de cosas y de gentes que es el Rastro, y mientras escuchaba en la
radio una interesante conversación entre personas que no habían callado, que se
habían atrevido a denunciar los abusos y las injusticias que habían conocido,
la mayoría relacionadas con la corrupción, pero no sólo con ellas, escuché,
creo que a la arquitecta Itziar González, una término que define a la
perfección esa actitud, ese mal que, como os decía, aqueja a los españoles. La
ex concejal barcelonesa, abandonada, perseguida y amenazada por haberse
atrevido a denunciar ciertas formas de corrupción con las que se topó durante
sus años como responsable de su barrio, Ciutat Vella, hablo de la
"cobardía moral" de quienes siendo conscientes de lo mismo que ella
denunció, sin embargo callaron, quizá para no tener que verse en las mismas que
ella.
De eso se valen los que abusan siempre de nosotros o de los
nuestro. Saben que su fuerza está en nuestro miedo, incluso en nuestra
comodidad. Lo saben y cultivan ese miedo yendo a por los que se atreven, porque
saben que no son muchos y que, cultivando su miedo o su desgracia,
atemorizándoles, haciéndoles difícil el día a día, acrecientan el de los demás
y consiguen lo que más fuertes les hace, nuestro silencio, ese silencio que,
tópicamente, hemos dado en llamar "el silencio de los corderos".
La cobardía moral es esa que lleva a quien es consciente de
lo que está bien y lo que está mal, de quién es el que abusa y quién es la
víctima, a callar y, con ese silencio, a otorgar al verdugo, al abusador,
al corrupto, la licencia para seguir en ello. Esa cobardía moral es la que
lleva a los usuarios del metro madrileño a callar, a no reclamar un servicio
acorde con el precio del billete que paga, para encontrarse con convoyes
detenidos por avería, a soportar temperaturas de sauna, encerrados en vagones
herméticos y sin aire acondicionado, a tener que apostar por una u otra salida
al abandonar el andén, para no encontrarse con escaleras mecánicas averiadas o,
simplemente, fuera de servicio.
También, cuarenta y ocho horas después de la tocata y fuga
de Esperanza Aguirre que no se encontró por esa vez con la cobardía moral de
unos agentes que, pese a saber muy bien "con quién estaban hablando",
en lugar de dejar ir sin más a la condesa de Bornos, la siguieron hasta su
palacio tratando de cumplir la ley con ella, como con cualquier ciudadano, me
di de bruces con la cruz de la moneda en la actitud soberbia y abusiva de dos
patrulleros de la policía municipal madrileña que mantuvieron parado a pleno sol
en medio de una de las salidas de la M-30, porque, en su opinión que no era la
misma de quienes íbamos a bordo y estuvimos "secuestrados" en el bus
por más de un cuarto, el joven conductor de la EMT no se había apartado con la
suficiente diligencia para dar paso a su coche.
Lo más curioso del incidente fue que toda la prisa de los
patrulleros se esfumó de repente para permitirles castigar al conductor del
autobús. Pese a que la mayoría de los viajeros estábamos siendo testigos del
flagrante abuso de autoridad de los policías, dispuestos a mantenernos allí
secuestrados hasta que llegase otro autobús para hacer el trasvase de viajeros
en plena curva de una vía rápida, y pese a que todo el pasaje estaba hablando
indignados, solamente uno o dos pasajeros y yo mismo nos ofrecimos para
testificar en favor del conductor ante la posible sanción.
Se había manifestado de nuevo el monstruo de la cobardía
moral. Pero he de deciros que después de saber que el conductor contaba con
testigos y, tras unos cuantos minutos de consultar con sus jefes, después, eso
sí, de formular la denuncia, sus aires de grandeza eran otros y dejaron
proseguir su ruta al autobús, después de haberle retenido veinte minutos por
"dificultarle" el paso, mientras acudía a atender un servicio urgente.
Aún estoy dándole vueltas a la cabeza, pensando en qué hubiera sido del
conductor, si la cobardía moral del pasaje hubiese sido unánime.
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