Tomo prestado el título de la novela de William Faulkner y
la imagen, inquietante en su contexto, de los informativos de televisión de
hace unos días, para ilustrar mis reflexiones sobre algo que me viene
preocupando desde hace meses, cuando no años: el papel que juegan y no debieran
jugar los medios de comunicación en este país y en estos tiempos.
Visito casi a diario a mi padre de 94 años y las más de las
veces le encuentro ante el televisor, a veces asustado y a veces cabreado por
lo que ve, pero casi siempre con la palabra tremendo en la boca. Es tremendo
dice de Rajoy y sus corruptos, esto es tremendo dice de tanta violencia como se
muestra y se desmenuza sin el menor pudor, en búsqueda, me temo, del lucrativo
morbo con que nos alimentan a cambio de los generosos índices de audiencia que
atraen a los anunciantes que les sostienen.
Hace ya mucho tiempo que los responsables de los
informativos en televisión, salvo más que honrosas excepciones han renunciado a
su papel de mediadores responsables entre la realidad y quienes se ven
obligados a percibir esa realidad a través de su trabajo. La información, cada
vez menos reposada, en medio de la vorágine de la competencia, cada vez menos
reflexiva, va alimentando a golpes de morbo y lo que pomposamente califican de
“interés informativo", a golpes de ruido perverso y malsano, van
alimentando la furia de quienes reciben esos fragmentos de realidad exagerados
y aislados, como si de la realidad, toda, se tratara.
Quizá por eso, mi padre, perfectamente razonable, aunque
falto de la memoria inmediata que permite
asimilar y comprender como debiera lo que está viendo, sufre y se asusta. Pero
mi padre se queda en casa, sentado en su sillón, con sus sopas de letras, con
sus puzles y sus "tremendos". Lo malo es que otros, con menos años y
mejores piernas se echan a la calle y si uno de esos paisajes que ve en la
tele, una detención, un crimen, una desgracia, les queda cerca, se echan a la
calle a gritar su odio gratuito, su furia, a los cuatro vientos y, si es
posible, a zarandear a alguien para convertirse en el implacable justiciero que
nunca debiera ser.
Lo acabamos de ver en Almería, con ese intento estúpido y
megalómano que algunos han desplegado ante las cámaras, de vengar al pobre
Gabriel, en contra, incluso, de los ruegos de sus padres, vimos otro tanto hace
días en Galicia, con el entorno del asesino de Diana Quer, mostrado ante las
cámaras sin el menor recato. Toso eso no es más que la furia desatada por todo
ese ruido que nos asalta desde esa maldita ventana oscura cuando está apagada y
más oscura, a veces, cuando está encendida. Ese ruido sostenido artificialmente
con conexiones inútiles y falsas "últimas horas", con el único fin de
dotar de un ritmo tan hipnótico como frenético a todas esas nadas morbosas con
que nos bombardean.
Ruido y furia, ruido que nos hace creer que todo es tormenta
y maldad y furia absurda de quienes se creen el sostén de la moral y del mundo.
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