Dice un viejo amigo siempre que le dan motivos y se los dan
a menudo que no hay que fiarse de los hombres que visten faldas. Que yo sepa,
nunca ha tenido trato con escoceses, así que debo pensar que cuando habla de
hombres que visten falda se refiere a los curas y los jueces. Él sabrá porque
lo dice, ya que, en particular, tampoco él ha tenido nunca experiencias con
unos y otros, así que debo suponer que su desconfianza es la que le corresponde
como ciudadano que se ve perjudicado por lo que dicen o hacen unos y otros.
La verdad es que, con el protagonismo alcanzado por jueces y
fiscales en los últimos tiempos, con sus decisiones, tan difíciles de entender
en algunos casos, habíamos olvidado a ese estado paralelo, tan arraigado en
países como el nuestro, que, amparado en tradiciones y creencias en retroceso,
trata de influir en demasiados aspectos de nuestras vidas, a veces ofendiendo
gravemente nuestra inteligencia y, casi siempre, ofendiéndonos desde su
soberbia y su falta de empatía con una sociedad que ya no es "su
rebaño".
La iglesia católica española, como digo, con sus intereses y
sus ideas más que bien defendidos por el partido en el gobierno, en los últimos
tiempos había optado por el silencio, ocupada como estaba en la taimada
inmatriculación, al abrigo de los impuestos que pagamos los mortales, de todos
los bienes que, sin ser de su propiedad, viene disfrutando desde hace siglos,
pisos, iglesias, conventos, ermitas, colegios y catedrales que ni pagan ni han
pagado IBI, pese a que, en ocasiones, son fuente de ingresos para la iglesia y
sus organizaciones.
La iglesia ha guardado silencio, hasta que se ha visto de
nuevo frente a sus contradicciones, frente a la hipócrita fraternidad, esa en
la que los siervos de dios lo son más unos que otros, al tiempo que dios tiene
hijos de primera y de segunda clase. La iglesia ha guardado silencio hasta que
se ha visto en el brete de tener que enfrentarse a los principios en que basa
su existencia desde hace siglos.
Sin ir más lejos, hasta que se ha tenido que pronunciar
sobre el papel de la mujer en estos tiempos que, más allá de los muros de sus
templos, estamos viviendo. Ha sido entonces cuando personajes como el obispo de
San Sebastián, José Ignacio Munilla, se han revuelto contra las aspiraciones de
igualdad de las mujeres, contra ese movimiento imparable que persigue la
igualdad de géneros, algo impensable en una institución que niega el pan a las
mujeres, a las que ha relegado a jugar papeles secundarios, cuando no a actuar
como meras sirvientas, que no siervas, del clero. Unas aspiraciones de igualdad
inconcebibles para quienes están acostumbrados a controlar su pensamiento y su
vida desde el confesionario, unas aspiraciones en las que Munilla ve al
demonio, quizá porque sabe que una mujer libre no es tan maleable como lo son
las que acuden humildes y avergonzadas a confesar sus "pecados" y
quién sabe que más a esos confesionarios, desde los que han obtenido la
información con la que han venido construyendo su dominio y el control que, no
lo olvidemos, el franquismo le otorgó en la sangrienta posguerra.
Munilla ve al demonio en el feminismo. No me extraña, porque
la libertad y la igualdad que persigue el movimiento feminista difícilmente
casa con la institución más patriarcal con la que nos ha tocado convivir. Por
eso, el obispo Munilla y alguno que otro más se han soltado el pelo, poco en su
caso, y se han lanzado "con faldas y a lo loco", a resucitar viejos
demonios, a buscarlos donde sólo existe el deseo de sacudirse un yugo de siglos
del que la iglesia sabe mucho.
1 comentario:
Un artículo realmente bueno ...
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