Recuerdo las tardes de verano de mi infancia en el pueblo de
Guadalajara donde nació mi padre y donde los primos pasábamos las vacaciones
con los abuelos. Recuerdo aquel calor inmisericorde de las primeras horas de la
tarde y cómo los abuelos, sabios como sólo lo son los que han vivido y
trabajado en el campo nos confinaban, obligados a dormir la siesta o, al menos,
a fingir que lo hacíamos, en aquella casa de anchos muros de adobe, con las
persianas echadas y los balcones abiertos de par en par.
Recuerdo que, entonces, me convertía en una enorme oreja
siempre presta a captar el más mínimo zumbido, los ecos del cacharreo de la
vajilla de loza en la cocina de la planta baja, los saludos en la plaza de los
pocos vecinos que osaban cruzar la plaza con el sol aún en lo alto. Recuerdo
también que, incapaz de conciliar el sueño después del paseo de la mañana con
el abuelo, aprendiendo en el campo a distinguir el tomillo, el romero, la jara
y el espliego, buscando las "camas" de los conejos, que, de vez en
cuando y antes de la terrible mixomatosis que los diezmó cegándolos,
correteaban veloces por el monte, confundiéndonos quizá con cazadores, recuerdo
las "camisas" de las culebras, los abejarucos, las hediondas abubillas
y, de vez en cuando el abanico de colores de una oropéndola.
Recuerdo el cariño con que la gente de aquel pueblo trataba
a mis abuelos, que habían tenido tienda y cinco hijos en él, y recuerdo los
motes, porque, en aquel, como en casi todos los pueblos, había un
"Demonio", un "Tío Pelos", un "Veneno"... y un
"Manitas", que era a la vez el "Tío Tendero" y mi abuelo.
Los había de mirada franca y sonrisa de dientes generosos y los había más
reservados que, apenas devolvían un rugido sordo por el saludo que allí a nadie
se negaba.
Recuerdo esas horas insomnes de la siesta, como recuerdo las
largas tertulias en la calle, después de la cena, cuando la televisión no
existía o, si existía, era, no como ahora, motivo de socialización y encuentro
a la hora de ir o volver del "teleclub". Me enteraba, sin pretenderlo,
de quién llegaba de vacaciones desde Madrid Barcelona, Francia, Alemania o
América. Recuerdo que había quien, incluso, llegaba desde algún país africano.
Los de Francia eran los que había tenido que huir allí tras la guerra, mi tío
Francisco estaba entre ellos, los de Alemania se habían marchado allí en busca
de una vida mejor y recuerdo que alguno, para probar que lo había conseguido,
venía con su coche, más grande y más nuevo que los que se gastaban por acá.
Recuerdo también los tabúes perfectamente señalados por la
abuela: las caballerías, que podían cocearnos o de las que podíamos caernos,
los carros, traidores, llenos de alambres y clavos, y, sobre todo, los
tractores, una especie de Tiranosaurios Rex, de enormes patas y manos pequeñas,
inestables y siempre prestos al vuelco. También bañarnos en el río sin el
abuelo y, sobre todo, en la presa, con su fondo cenagoso y llenos de hierros
del forjado al descubierto. También andar solos por el monte buscando los
cartuchos vacíos, con ese embriagador olor a pólvora aún, que abandonaban los
cazadores y otros cartuchos, metálicos, vainas les llamaban, que aún quedaban
en algunos parajes del monte, en los que se conservaban los restos de un fortín
que había sido un puesto de mando durante la guerra que estableció allí uno de
sus frentes.
Nos avisaban de todo aquello, también de algún resabio
xenófobo contra gitanos y vagabundos. Del peligro que nunca nos advirtieron,
porque no era necesario, era de que podíamos caer bajo las balas de soldados fanatizados
y cobardes capaces de matar a unos niños cuyo crimen era jugar al fútbol en una
playa en medio de una guerra desigual y cobarde que alguien tiene que arar y no
sé cómo.
Habrá que hacerlo antes que después, porque en la infancia, además de jugar y descubrir, se aprende a amar, a odiar y a ser feliz o infeliz.
Habrá que hacerlo antes que después, porque en la infancia, además de jugar y descubrir, se aprende a amar, a odiar y a ser feliz o infeliz.
Mi infancia, me da vergüenza decirlo horas después de lo de
Gaza, fue feliz, como deben de serlo todas las infancias, porque los niños no
son culpables del odio o la desgracia de sus mayores. En ella, aprendi a mirar, a escuchar, a oler, a reír, a disfrutar de lo grande y lo pequeño y, sobre todo a amar y entender a quienes tuve cerca. Quien rompe en mil
pedazos la infancia de un niño no tiene derecho a vivir. Ni siquiera tiene
derecho a que sus hijos, si los tiene, le besen. Quien rompe una infancia en
mil pedazos, u hay muchas formas de hacerlo, no merece ser considerado un ser
humano.
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