Ahora que se cumplen cuarenta años de la muerte de Franco,
caigo en la cuenta de que se cumplen cuarenta años de muchas cosas. Por
ejemplo, cuarenta años de mis veinte, de mi pelo largo, de mis casetes de
música selecta de mis primeras lecturas apasionadas, del descubrimiento de la
vida, el amor y el sexo, en aquel entonces no éramos precisamente precoces y
yo, particularmente, nunca fui de los más avispados. También los años del
descubrimiento del activismo político, fundamentalmente y como muchos otros, en
la universidad.
Recuerdo los ecos de la larga agonía del dictador, la
gravedad en la voz de , por ejemplo de Florencio Solchaga, a la hora de recitar
aquellos partes firmados por el equipo médico habitual, las flebitis, las
hemorragias, ese goteo constante de datos oscuros en los que algunos eran
capaces de leer la luz del final. La larga agonía de un sátrapa en manos de su
codicioso yerno que fue capaz de fotografiarle inconsciente, ensartado por vías
y tubos, lleno de electrodos, más muerto que vivo, mantenido en este mundo
cruel y artificialmente quizá con el único fin de arreglar las cuentas de la
familia antes de su desaparición, cuentas de las que aquellas fotosespeluznantes, por las que años más tarde obtuvo una suculenta suma, formaban
parte sin duda
Recuerdo la tarde de aquel día buscando champán, creo que
entonces no le llamábamos cava, por las tiendas de ultramarinos de los
alrededores de Bravo Murillo, aún eran raros los supermercados y no digo ya las
"grandes superficies" y recuerdo que a esas horas ya nos costó,
porque se había agotado. Recuerdo los días siguientes y recuerdo, en el
comercio de mis padres, las lágrimas de algún vecino que por fin se atrevía a
contar entre sollozos el dolor causado por el muerto y recuerdo también las
imágenes del duelo. Aquella larga cola en la calle Bailén en la que, luego lo
ha comprendido, no sólo estaban los fieles al "caudillo", sino muchos
otros españoles que, simplemente, no querían perderse tan histórico momento o,
lo sé de alguno, querían darse el gusto de ver al tirano muerto.
Han pasado cuarenta años y, de nuevo, los nostálgicos
pretenden reunirse en una cena homenaje al responsable quizá de su fortuna,
grande o miserable, y, de nuevo, a las "redes" que aquel militar
bajito y resentido por no haber podido ser marino jamás pudo imaginar, llegan
millares de firmas para que se impida.
Han pasado cuarenta años y, hoy, Franco es apena un
recuerdo, unas líneas en los textos de historia de nuestros hijos, en ese
capítulo que nunca se da. Han pasado cuarenta años y los jóvenes que ya no
saben ni sabrán quién fue son legión- Han pasado cuarenta años y, para muchos,
estría mejor en el olvido, pero no sería justo, porque cuarenta años después de
su muerte, no diré que plácida, en la cama de un hospital, público, por cierto,
hay muchos españoles, demasiados, que aún lloran todas esas heridas, todavía
abiertas, que el dictador causó a su familia en los cuarenta años de sangre y
miedo que tubo a España sometida. Familias que lo perdieron todo, familias que
tuvieron que huir de noche de su pueblo, familias que tuvieron que dejar el
país, familias que se partieron, familias que aún buscan a sus muertos. Por eso
y dejando constancia de que, a la mía, aquella tragedia apenas la rozó, creo
que ni Franco ni sus fechorías deben ser olvidados. Por eso me indigna que
personajes, como ayer Bertín Osborne, se "encabronen" porque haya
quien quiera recordar, encontrar y enterrar dignamente a sus muertos y nos
restrieguen a los suyos para obligarnos a olvidar. Nunca una mancha puede
limpiar otra y, estoy seguro, sus muertos fueron enterrados ya con dignidad.
Han pasado cuarenta años desde que aquellos cuarenta años
ominosos llegaron a su fin y espero que no haya que esperar otros cuarenta para
que se sepa por fin la verdad y se le cuente, toda, a las nuevas
generaciones de españoles, para que tales errores, tales horrores, no se vuelvan a repetir.
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1 comentario:
Excelente artículo...
Saludos
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