Anoche, escuchando las palabras de Esperanza Aguirre, mitad
bravata, mitad rabieta, colocada por los madrileños en la puerta de salida de
la política, me dio por pensar qué hubiese hecho la condesa de haber tenido,
como su admirada Margaret Tatcher, una guerra con la que entretener a la plebe,
Y no tuve la más mínima duda de que la hubiese emprendido a cañonazos con
cualquiera de nuestros vecinos.
No sé en qué pensaba la genuina "dama de hierro"
cuando tomó la decisión de reconquistar "a lo grande" unas islas
inhóspitas ocupadas por soldaditos en zapatillas, enviados allí por una timba
de generales y almirantes alcoholizados, deseosos de distraer a la población
cada vez más harta y más consciente de la necesidad de acabar con ellos. Lo que
sí sé es en qué piensa "nuestra" condesa, una vez que han pasado unas
horas desde la mayor humillación que cabía esperar para quien se creía a salvo
de todo y de todos, hasta el punto de haberse puesto enfrente de amigos y enemigos,
cegada por una soberbia sin límites basada en no sé qué, porque su única
virtud, si es que lo es, es la de ser capaz de ejercer una maldad sin límites.
Lo único en que piensa la malvada condesa es en sí misma.
Lo de ayer, un esperpento convocado a espaldas de la
dirección nacional de su partido, que bastante tiene con lo suyo, no fue más
que intento desesperado de quien ve desmoronarse su mundo y se ve condenada en
las urnas por la mayoría de los madrileños a cumplir aquel deseo frustrado de
dedicarse a sus nietos, a sus partidas de bridge y a sacar a pasear a
"Pecas", lo de ayer, decía, demuestra una vez más que en lo único que
piensa la señora Aguirre es en sí misma, por encima de los ciudadanos y por
encima, incluso, de su propio partido.
Lo digo, porque nadie puede discutir lo que Madrid, asumido
incluso por Ana Botella, se despertó el lunes más de izquierdas de lo que se
acostó el sábado. No puede discutirlo ni, mucho menos, puede tratar de torcer
la voluntad de los votantes. Nadie en su sano juicio, y no sé ya si ella lo
conserva, puede tratar de ponerse al frente de una revolución, después de haber
cosechado, tras una campaña con más medios, más apoyos y más atención mediática
que nunca, los resultados más desastrosos para el PP madrileño en los últimos
años.
Ayer, sin inmutarse, la condesa ofreció el oro y el moro y
colmó de halagos a quienes hace sólo tres días mostraba su desprecio y llenaba
de insultos. Ayer nos amenazó con las penas del infierno y con un gulag fuera
del sistema democrático y de occidente, si Manuela Carmena llegaba al despacho
al que ella renuncia, con tal de conservar ese poder, en el que ella y los
suyos llevaban un cuarto de siglo revolcándose. Ayer anatemizó y colocó al
margen de la democracia a quienes cuentan con el favor de más de medio millón
de madrileños entre los que yo mismo me cuento. Ayer, en resumen, la condesa se
retrató tal y como es, despótica, ambiciosa y soberbia hasta el punto de no
haber querido entender que los madrileños, si es que alguna vez la han querido,
ya no la quieren.
Ayer hizo ante las cámaras lo que, me cuentan, hace en
privado cuando va de compras, abre todos, se prueba todo, lo desprecinta todo
para probárselo en casa, y yo que me he criado tras un mostrador sé lo que es,
creyendo que, por ser quien es, tiene derecho a hacerlo, sin querer enterarse
de que, luego, el conde, su marido, anda pagando las facturas de lo que se
queda y de lo que devuelve.
Esperanza Aguirre, a la que ya llaman Ex peranza, si no la
razón ha perdido, y ya hace tiempo, el sentido de la realidad. Por eso, lo
único que pido es que alguien se la lleve antes de que cause más destrozos y
convierta Madrid en un campo de batalla con tal de salvar su ego y sus
intereses, porque, no lo olvidemos, la condesa perdió el domingo muchos votos y,
lo que, para ella y los suyos, es aún peor, perdió también los sobres.
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