Siempre he desconfiado de quienes han de
"calzarse" un uniforme, a ser posible lleno de insignias, para hacer
valer su autoridad. Es cierto. No me gustan los uniformes. Los tolero, en todo
caso, cuando su fin es el de preservar durante el trabajo la vestimenta
personal del que lo lleva y siempre que ese uniforme iguale a quienes lo
llevan, algo que se agradece cuando uno acaba en un hospital, público, por
supuesto, y le endosan un pijama que, con suerte es de su talla y está entero,
porque no necesita ni debería saber de un sólo vistazo a qué clase social
pertenece el compañero de habitación.
Decía que odio los uniformes cuyo fin es el de dar autoridad
a quien quizá la necesita de tela porque de la otra, la moral, la que dan la
prudencia y la sabiduría, de esa no tiene. Pero debo añadir que los que más
odio son los que visten a quienes los llevan con ropas talares, decimonónicas,
oscuras y solemnes. Y, entre ellos y en especial, claro, los curas y los
jueces, dueños de la norma y la moral que, demasiado a menudo, esconden bajo
sus faldas pecados inconfesables de cinismo y de soberbia.
Cinismo y soberbia. Estoy convencido de que eso esconden
quienes, como los curas, renuncian a ser plenamente hombres, con sentimientos y
pasiones, para situarse por encima de los hombres. También estoy convencido de
que quienes, sacrificando lo mejor de su juventud, preparan las durísimas
oposiciones para ganar una plaza de juez -la de dios hace tiempo que no sale-
llegan a su destino sin las vivencias y la experiencia necesarias para decidir
sobre vidas y haciendas y acaban escondiendo esas carencias bajo la solemnidad
de una toga que, también, les aleja del resto de los mortales.
Tanta autoridad y tanta liturgia acaban por disfrazarles la
realidad y haciéndoles creer que son distintos, que no se equivocan y, sobre
todo, que nadie tiene derecho a decírselo.
Eso es lo que le ha ocurrido al presidente del Consejo
General del Poder Judicial, el cada vez menos respetado y más bien tenido por
pícaro y aprovechado Carlos Dívar, que carga sus larguísimos fines de semana al
erario, sin el menor rubor, el más mínimo arrepentimiento y convencido de que
es tan valioso e importante como para no dar cuentas a nadie de sus gastos.
Uno podía pensar que tan bochornoso comportamiento habría
creado inquietud en quienes todos nos días nos dan lecciones de rectitud y justicia,
pero no. Haber "pillado" a su "jefe" con el tarro de la
mermelada, dedos y morro pegajosos, no les ha llevado a castigarle, ni tan
siquiera a recriminarle. Todo lo contrario. Quienes, con cuentas y horarios,
hacen de su toga un sayo se han revuelto contra el Pepito Grillo que osó
denunciar a Dívar, pidiendo su dimisión por haber minado el prestigio y la
credibilidad del consejo, mientras afilan sus navajas a la espera de una pelea
entre consejeros que, sin duda, aún no ha acabado y será, cuando menos,
sangrienta.
Carlos Dívar, del que el ministro Gallardón, el gran
hipócrita que pretendió hacerse pasar por progre, ha dicho públicamente que la
figura de Dívar saldrá reforzada de este asunto, mientras el propio Dívar se
permite decir que "ni dimite ni dará explicaciones" por su
comportamiento.
Es lo que tiene ser juez y parte, ser el dueño de la norma, su interpretación,
la VISA y la autoridad que dan faldones, insignias y puñetas. Dívar consideró
una miseria el gasto cuando sólo se conocía la mitad del mismo, quizá esos
miles de euros pudiese pagarlos de su bolsillo sin esfuerzo. Ahora bien, ni con
el elevado sueldo que cobra y cobrará ni con la VISA ciega que le han dado
podrá comprar el prestigio que ha perdido y ha hecho perder a la institución
que preside. Demasiada inmoralidad y falta de prudencia en quienes deben velar
con esa virtud de que en este país se haga justicia.
Espero que su dios se lo perdone, porque, lo que soy yo,
nunca.
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1 comentario:
Que cada día nos levantemos con un nuevo escándalo, no es nuevo. Pero que se intente cargar las tintas contra José Manuel Gómez Benítez pidiendo su dimisión “por haber minado el prestigio y la credibilidad del Consejo”, eso ya, es el mundo al revés. Quien ha minado el prestigio del Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Dívar, no ha sido otra persona más que él mismo, del que se esperaba una rectitud incuestionable por el cargo que ostenta, cuya arrogancia, le arroja a no contemplar ningún tipo de asesoramiento, más que el que le aconseja su a su propia soberbia.
Un saludo.
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