Pretende Carles Puigdemont, ayer lo dijo así, volver a
Barcelona sin correr riesgos para asumir los resultados de las últimas
elecciones catalanas, en las que su lista, aunque no fue la más votada, si
obtuvo el mayor número de escaños de todas las formaciones presentadas. Lo que
no hay que olvidar y Puigdemont olvida es que concurrió a las mismas desde
Bruselas, en lo que él y los suyos llaman "exilio" y que no es otra
cosa que una huida, sorprendente incluso para sus socios de antes y ahora, que,
además de un gesto de cobardía e irresponsabilidad, no ha dejado de generar
problemas para esa comunidad, alegre y confiada hasta que desequilibró la
balanza de su carácter cargando el platillo de la rauxa en menoscabo del seny.
Dice Puigdemont sin acabar de decirlo que quiere asumir
sin riesgos la presidencia de la Generalitat para la que ya ha sido propuesto
por el president del Parlament, sin asumir que aún tiene cuentas que saldar con
la justicia de eso que llaman el Estado y que, por más que lo intenten, él y
otros como él, no es un estado mental del que se sale sólo con voluntad. Tiene
cuentas pendientes, incluso, con quienes, como Oriol Junqueras, asumieron las
consecuencias de las decisiones que tomaron desde sus cargos en septiembre y
noviembre del año pasado.
Difícilmente, Junqueras, que se ha "comido" ya
tres meses de prisión, con su rancho, con su celda, con su disciplina, volverá
a confiar como antes en su compañero de escaño y de gobierno que ha pasado este
tiempo en un hotel de Bruselas, entretenido con la prensa de aquí y de allá,
dando alguna que otra conferencia y jugando al gato y al ratón o al cucu tras,
como prefiráis, o intentándolo al menos con el torpe gobierno que se reúne en
La Moncloa.
Sin embargo, creo que Puigdemont ya está asumiendo riesgos.
Riesgos que son graves, por cierto, especialmente en lo que afecta a su salud
mental. Demasiado tiempo lejos de su casa y demasiado tiempo bajo los focos,
expuesto al escrutinio de una prensa no tan educada ni disciplinada como la que
se acredita ante la Generalitat o el Parlament de Catalunya, demasiado tiempo
siendo analizados cada uno de sus gestos, cada uno de sus pasos, demasiado
tiempo expuesto, ahora sin la protección del aparato de seguridad de los
mossos, a las "machadas" de personajes despreciables que buscan
frente a él, acosándole, humillándole, los segundos de "gloria" que
una bandera y un teléfono pueden darle a su lado. Un episodio más que
desagradable para quien, como yo, no cree en banderas. Ni en esa ni en otras.
Ayer consiguió esa gloria un tipejo que, como los acosadores
de Piqué, se excusó en la certeza de que Puigdemont, como el defensa de la
selección, jamás iban a enfrentarse a ellos por un insulto más o menos, aunque
no hay que despreciar el daño moral que supone para quien se ha colocado al
margen de todo lo que representa la bandera que le obligan a besar, tener que
hacerlo bajo la presión de un energúmeno vociferante.
Puigdemont quiere salir de Bruselas, está claro. No puede
seguir allí mucho tiempo más. Si no, su equilibrio mental acabará
resquebrajándose. De hecho, ya está pasando. No hay más que fijarse en todos
esos gestos, esos tics, esas miradas de quien se sabe solo, esa falta de
energía que, como en su conferencia en la universidad de Copenhague, cada vez
delatan su cansancio y su desaliento. Acaba de decir que quiere volver sin
riesgo, quizá porque sabe que el riesgo está en quedarse mucho más tiempo allá
donde está.
1 comentario:
Muy bueno ... gran artículo.
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