Cuando, el pasado jueves, la vicepresidenta Sáenz de
Santamaría se tiró de cabeza a la piscina del Tribunal Constitucional, sin
atender el aviso del Consejo de Estado de que la inviabilidad del recurso era
manifiesta, no calculaba, estoy seguro de ello, que su iniciativa, más propia
de un kamikaze, iba a tener un efecto positivo en la marcha del procés. No
gracias a ella, sino a su pesar.
Con sus gafas nuevas y su flequillo "trumpiano" y
el aire de quien cree que ha dado con la piedra filosofal, la vicepresidenta
anuncio que el gobierno impugnaría ante el tribunal de garantías un pleno que
ni se había convocado ni se había celebrado. Algo impensable en ella, la
ratatouille de las cocinas de la Moncloa, la que, con su equipo de sesudos
asesores, no daba puntada sin hilo, porque lo sabía, lo sabían todo sobre leyes
y procedimientos. Pero el mejor escribano echa un borrón y doña Soraya ya lo había
echado en aquella ocasión en la que se emocionó hasta las lágrimas al pedir
seis mil viviendas para familias desahuciadas, cuando los desahucios pasaban ya
en España de los cuatrocientos mil. Se lo puso en bandeja a Ada Colau, entonces
al frente de la Plataforma Anti Desahucio, que se cebó en aquellas lágrimas de
cocodrilo.
Ahora, la vicepresidenta, con más tablas, más estilismo y
más, bastante más, peluquería, tuvo el cuajo de ignorar todas las señales,
obligando al tribunal a una deliberación más intensa de lo habitual, contra
reloj y bajo la amenaza de salir dividido del envite. Finalmente tras ese largo
debate se acordó lo más razonable: permitir la celebración del pleno con
Puigdemont como candidato, quitándole la razón a la vicepresidenta, porque,
aunque huido, el fugitivo conserva todos sus derechos, pero imponiendo al
candidato la obligación de asistir al pleno, pidiendo para ello permiso al juez
Llarena, algo que el president cesado no ha tenido aún el coraje de hacer,
sacando a la luz las contradicciones de esa alianza bizarra que constituye el
llamado bloque independentista, cada vez menos bloque y menos independentista.
El paso en falso de Soraya, pero sobre todo la salomónica
decisión del TC nos ha brindado la ocasión de ver a un Joan Tarda, claro y
noble como siempre, exigiendo a Puigdemont el sacrificio de renuncia que
correspondería al héroe que quiere ser. Pero, claro, el falsamente exiliado
sabe que, para él, eso implicaría pisar la cárcel y él, acostumbrado como está
a quiebros y huidas hacia adelante, no parece sentirse tan generosos como para
pisar la cárcel con o sin el título de "molt honorable".
El caso es que, mientras Puigdemont deshoja la margarita de
su destino en Bruselas, en compañía de amistades tan poco recomendables como la
de la ultraderecha nacionalista belga, con su rampante león, apestada en su
propio parlamento, con pocas ganas de emprender el regreso que podría dar con
sus huesos, su bufanda y sus lazos amarillos en un patio de la prisión de
Estremera, más frío y más seco que Bruselas, mientras decide portarse o no como
le sugiere Tardá, sus compañeros de "exilio" van entregando la
cuchara de sus actas de diputado para no provocar el efecto secundario de la
pérdida de mayoría en el Parlament.
Yo, cada vez tengo más claro que, si todo depende de un gesto
de generosidad o coraje de Carles Puigdemont, de un gesto que implique algo más
que su propia conveniencia, antes o después la grieta que ya recorre la extraña
alianza entre Esquerra. Junts per Catalunya y la ya escuálida CUP, si no se
atreven a cambiar de candidato, como la solución que ya aceptan en privado,
acabará por partirla en dos o más pedazos y, entonces quizá estén escribiendo
el final del procés.
A veces el destino se escribe en renglones torcidos, con
borrones como el de Sáenz de Santamaría incluidos.
1 comentario:
Tema interesante ...
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