lunes, 29 de enero de 2018

RENGLONES TORCIDOS


Cuando, el pasado jueves, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría se tiró de cabeza a la piscina del Tribunal Constitucional, sin atender el aviso del Consejo de Estado de que la inviabilidad del recurso era manifiesta, no calculaba, estoy seguro de ello, que su iniciativa, más propia de un kamikaze, iba a tener un efecto positivo en la marcha del procés. No gracias a ella, sino a su pesar.
Con sus gafas nuevas y su flequillo "trumpiano" y el aire de quien cree que ha dado con la piedra filosofal, la vicepresidenta anuncio que el gobierno impugnaría ante el tribunal de garantías un pleno que ni se había convocado ni se había celebrado. Algo impensable en ella, la ratatouille de las cocinas de la Moncloa, la que, con su equipo de sesudos asesores, no daba puntada sin hilo, porque lo sabía, lo sabían todo sobre leyes y procedimientos. Pero el mejor escribano echa un borrón y doña Soraya ya lo había echado en aquella ocasión en la que se emocionó hasta las lágrimas al pedir seis mil viviendas para familias desahuciadas, cuando los desahucios pasaban ya en España de los cuatrocientos mil. Se lo puso en bandeja a Ada Colau, entonces al frente de la Plataforma Anti Desahucio, que se cebó en aquellas lágrimas de cocodrilo.
Ahora, la vicepresidenta, con más tablas, más estilismo y más, bastante más, peluquería, tuvo el cuajo de ignorar todas las señales, obligando al tribunal a una deliberación más intensa de lo habitual, contra reloj y bajo la amenaza de salir dividido del envite. Finalmente tras ese largo debate se acordó lo más razonable: permitir la celebración del pleno con Puigdemont como candidato, quitándole la razón a la vicepresidenta, porque, aunque huido, el fugitivo conserva todos sus derechos, pero imponiendo al candidato la obligación de asistir al pleno, pidiendo para ello permiso al juez Llarena, algo que el president cesado no ha tenido aún el coraje de hacer, sacando a la luz las contradicciones de esa alianza bizarra que constituye el llamado bloque independentista, cada vez menos bloque y menos independentista.
El paso en falso de Soraya, pero sobre todo la salomónica decisión del TC nos ha brindado la ocasión de ver a un Joan Tarda, claro y noble como siempre, exigiendo a Puigdemont el sacrificio de renuncia que correspondería al héroe que quiere ser. Pero, claro, el falsamente exiliado sabe que, para él, eso implicaría pisar la cárcel y él, acostumbrado como está a quiebros y huidas hacia adelante, no parece sentirse tan generosos como para pisar la cárcel con o sin el título de "molt honorable".
El caso es que, mientras Puigdemont deshoja la margarita de su destino en Bruselas, en compañía de amistades tan poco recomendables como la de la ultraderecha nacionalista belga, con su rampante león, apestada en su propio parlamento, con pocas ganas de emprender el regreso que podría dar con sus huesos, su bufanda y sus lazos amarillos en un  patio de la prisión de Estremera, más frío y más seco que Bruselas, mientras decide portarse o no como le sugiere Tardá, sus compañeros de "exilio" van entregando  la cuchara de sus actas de diputado para no provocar el efecto secundario de la pérdida de mayoría en el Parlament.
Yo, cada vez tengo más claro que, si todo depende de un gesto de generosidad o coraje de Carles Puigdemont, de un gesto que implique algo más que su propia conveniencia, antes o después la grieta que ya recorre la extraña alianza entre Esquerra. Junts per Catalunya y la ya escuálida CUP, si no se atreven a cambiar de candidato, como la solución que ya aceptan en privado, acabará por partirla en dos o más pedazos y, entonces quizá estén escribiendo el final del procés.
A veces el destino se escribe en renglones torcidos, con borrones como el de Sáenz de Santamaría incluidos.