martes, 16 de enero de 2018

LA IMAGINACIÓN AL PODER


Hubo un tiempo en que todo era más fácil, aunque, paradójicamente, pareciera más difícil. Hubo un tiempo en que un papa, nada menos que todo un papa, podía enfrentarse a la iglesia, de Roma o Aviñón, buscando refugio en el castillo de Peñíscola, frente al mar que aísla, separa y protege, para, allí, resistirse al rumbo que había tomado la iglesia de Roma tras un cónclave tan irregular e improvisado como los plenos del Parlament de Cataluña que llevaron a la etérea república catalana de noviembre. 
Benedicto XIII, un aragonés de nombre Pedro de Luna, se resistió a aquellos tejemanejes que no perseguían otra cosa que nombrar un papa italiano frente a la poderosa Francia, se erigió defensor de la legalidad "institucional" oponiéndose, con su candidato francés, a aquel papa surgido de aquel cónclave romano, celebrado bajo la presión de la turba deseosa de tener un papa de "casa".
Algo parecido, si se contempla en un espejo, a lo ocurrido en Cataluña a lo largo de los últimos meses, aunque con una importante diferencia, la de que, si el legalista y tozudo "papa Luna" se encerró en el castillo de Peñíscola, frente al Mediterráneo, a muchas jornadas de Roma, por tierra o por mar, hasta morir con casi cien años, manteniéndose "en sus trece", sin deponer su actitud, mientras el presidente forzado, que otra cosa no es Carles Puigdemont, ha preferido buscar refugio en un hotel de Bruselas, a poco más de dos horas de Barcelona, desde donde pretende gobernar Cataluña a través de una pantalla, como si de un maquiavélico videojuego se tratase.
Quiero creer que el empecinamiento de Puigdemont, que va más allá, incluso, del de quienes serían sus socios en una improbable investidura, tiene algo de locura, de delirio patriótico, porque, de no ser así, estaríamos ante un personaje al que lo único que mantiene en la fría Bruselas es su irresponsable cobardía, la misma que le impide asumir, como hacen ya muchos de sus compañeros de aventura, asumir que se equivocó, que esperaba no sé qué apatía de lo que llaman Estado o no sé qué ola de afecto y simpatía internacional, capaces de sobreponerse a la legalidad, a todas las reglas del juego democrático que son las que impiden o atemperan los excesos de una masa, una mayoría, hábilmente conducida y publicitada.
Espero que la aburrida Bruselas, su frío, sus mejillones con patatas, su eterno chocolate, acaben por convencer a Puigdemont de que todo esto es una aventura imposible, una historia sin final feliz que ha causado ya demasiado daño. Espero que el dinero o la paciencia de quienes le mantienen allí, al amparo de un partido de la extrema derecha racista belga, no duren un siglo. Sería demasiado duro para todos: para él, condenado a pasear y dar entrevistas o sectarias ruedas de prensa, convertido en una atracción turística, con ruta propia, tan buscado por los turistas como el manneken piss, aburrido, con demasiado tiempo para ocurrencias y lejos de las realidades catalana y española, sin posibilidad de construir un relato creíble o, cuando menos, un relato que no pase, en primer lugar, por afianzar para sí un futuro con garantías, aunque haya de ser al margen de la justicia, tanto la de los códigos como la que se convierte en afrenta al comparar su situación con la de sus compañeros encarcelados.
Sin embargo, lo sé, eso es mucho pedir, porque en los ámbitos en que se ha movido, en su partido, el de los mil nombres, no se lleva la realidad, porque lo que se lleva es la verdad acomodada, lo que se lleva son las soluciones imaginativas. Y en eso están, en buscar una manera, quizá mediante la transmutación de la carne para estar sin estar, acudir sin ir, chascar los dedos y aparecer en el salón de plenos del Parlament, sin pisar territorio español, para, allí, jurar su cargo a través del éter "por imperativo legal y prometiendo actuar con plena fidelidad a la voluntad del pueblo".
De hecho, cuando esto escribo, el fugado acaba de jurar la Constitución bajo esa fórmula. Nada que no hubiésemos oído ya. Ahora, le supongo dándole al magín para encontrar el modo de ser investido y así ganar tiempo frente a los jueces. Algo parecido a lo que ha hecho su antiguo presidente, Artur Mas, que se permite hablar del caso Palau, que le estalló bajo los pies, como si, después de tantos años, él nunca hubiera estado allí. En fin, la imaginación al poder.

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