Hubo un tiempo en que todo era más fácil, aunque,
paradójicamente, pareciera más difícil. Hubo un tiempo en que un papa, nada
menos que todo un papa, podía enfrentarse a la iglesia, de Roma o Aviñón,
buscando refugio en el castillo de Peñíscola, frente al mar que aísla, separa y
protege, para, allí, resistirse al rumbo que había tomado la iglesia de Roma
tras un cónclave tan irregular e improvisado como los plenos del Parlament de
Cataluña que llevaron a la etérea república catalana de noviembre.
Benedicto XIII, un aragonés de nombre Pedro de Luna, se
resistió a aquellos tejemanejes que no perseguían otra cosa que nombrar un papa
italiano frente a la poderosa Francia, se erigió defensor de la legalidad
"institucional" oponiéndose, con su candidato francés, a aquel papa
surgido de aquel cónclave romano, celebrado bajo la presión de la turba
deseosa de tener un papa de "casa".
Algo parecido, si se contempla en un espejo, a lo ocurrido
en Cataluña a lo largo de los últimos meses, aunque con una importante
diferencia, la de que, si el legalista y tozudo "papa Luna" se
encerró en el castillo de Peñíscola, frente al Mediterráneo, a muchas
jornadas de Roma, por tierra o por mar, hasta morir con casi cien años,
manteniéndose "en sus trece", sin deponer su actitud, mientras el presidente
forzado, que otra cosa no es Carles Puigdemont, ha preferido buscar refugio en
un hotel de Bruselas, a poco más de dos horas de Barcelona, desde donde
pretende gobernar Cataluña a través de una pantalla, como si de un maquiavélico
videojuego se tratase.
Quiero creer que el empecinamiento de Puigdemont, que va más
allá, incluso, del de quienes serían sus socios en una improbable investidura,
tiene algo de locura, de delirio patriótico, porque, de no ser así, estaríamos
ante un personaje al que lo único que mantiene en la fría Bruselas es su
irresponsable cobardía, la misma que le impide asumir, como hacen ya muchos de
sus compañeros de aventura, asumir que se equivocó, que esperaba no sé qué
apatía de lo que llaman Estado o no sé qué ola de afecto y simpatía
internacional, capaces de sobreponerse a la legalidad, a todas las reglas del
juego democrático que son las que impiden o atemperan los excesos de una masa,
una mayoría, hábilmente conducida y publicitada.
Espero que la aburrida Bruselas, su frío, sus mejillones con
patatas, su eterno chocolate, acaben por convencer a Puigdemont de que todo
esto es una aventura imposible, una historia sin final feliz que ha
causado ya demasiado daño. Espero que el dinero o la paciencia de quienes le mantienen
allí, al amparo de un partido de la extrema derecha racista belga, no duren un
siglo. Sería demasiado duro para todos: para él, condenado a pasear y dar
entrevistas o sectarias ruedas de prensa, convertido en una atracción
turística, con ruta propia, tan buscado por los turistas como el manneken piss,
aburrido, con demasiado tiempo para ocurrencias y lejos de las realidades
catalana y española, sin posibilidad de construir un relato creíble o, cuando
menos, un relato que no pase, en primer lugar, por afianzar para sí un futuro
con garantías, aunque haya de ser al margen de la justicia, tanto la de los
códigos como la que se convierte en afrenta al comparar su situación con la de
sus compañeros encarcelados.
Sin embargo, lo sé, eso es mucho pedir, porque en los ámbitos
en que se ha movido, en su partido, el de los mil nombres, no se lleva la
realidad, porque lo que se lleva es la verdad acomodada, lo que se lleva son
las soluciones imaginativas. Y en eso están, en buscar una manera, quizá
mediante la transmutación de la carne para estar sin estar, acudir sin ir,
chascar los dedos y aparecer en el salón de plenos del Parlament, sin pisar
territorio español, para, allí, jurar su cargo a través del éter "por
imperativo legal y prometiendo actuar con plena fidelidad a la voluntad del
pueblo".
De hecho, cuando esto escribo, el fugado acaba de jurar la
Constitución bajo esa fórmula. Nada que no hubiésemos oído ya. Ahora, le
supongo dándole al magín para encontrar el modo de ser investido y así ganar
tiempo frente a los jueces. Algo parecido a lo que ha hecho su antiguo
presidente, Artur Mas, que se permite hablar del caso Palau, que le estalló
bajo los pies, como si, después de tantos años, él nunca hubiera estado allí.
En fin, la imaginación al poder.
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