Crecí en unos tiempos en los que el trabajo era algo más que
un modo de subsistencia, un tiempo en el que el trabajo, los oficios, eran
bienes en sí mismos, un tiempo en el que para un chaval o una chavala de
dieciséis años, cruzar las puertas de la Perkins, la Barreiros, la Standard la
Seat, o, incluso, las de El Corte Inglés, era iniciar una vida laboral en
empresas que, muchas veces, eran como de la familia, porque de ellas había
venido durante años "el dinero del mes", porque en ellas se habían
jubilado el abuelo o los tíos, se jubilarían el padre o la madre y, muy
probablemente, ellos también.
Eran tiempos en los que el trabajo era en sí mismo un bien social, tiempos
en los que el trabajador era algo más que un nombre en una lista, un sumando en
un balance. Eran tiempos en los que muchos aprendimos nuestro oficio en
empresas por las que sentíamos un cierto cariño, tiempos en los que las plantillas
de los centros de trabajo eran un tejido social en el que se progresaba, donde
se amaba y se odiaba, un tejido en el que se formaban familias que crecían, un
tejido en el que, la empresa se decía "la casa", con lo que la casa
tiene de cobijo. Tiempos que, por desgracia, no son los nuestros.
Todavía recuerdo aquel día que escuché a algún jefe, en la
SER, decir aquello de que estábamos muy mal acostumbrados, que qué era eso de
jubilarse en la empresa en la que entraste de aprendiz, que eso era muy cómodo
y que, sobre todo y ahí estaba la trampa, esa actitud no nos dejaba crecer. Y
nos ponían como ejemplo a "los americanos", que, por no tener, no
tenían ni casa en propiedad, por si un nuevo trabajo les hacía cruzar el país
de costa a costa. Curiosamente, nos lo decían los mismos que, luego, nos
vendieron las hipotecas hinchadas para pagar viviendas a precios imposibles.
Ahora, no hace tanto tiempo, he
entendido que esos mensajes, los de que no había que aspirar a trabajar toda la
vida en la misma empresa, formaban parte de una estrategia, la estrategia que
se puso en marcha cuando Margaret Thatcher y Ronald Reagan coincidieron en el
poder, cuando la Unión Soviética se deshizo como un azucarillo ante nuestros
ojos y comenzaron a vendernos la unidad de los trabajadores, no como un sueño,
sino como una pesadilla. Quien más y quien menos, fue minando el prestigio de
los sindicatos, ellos mismos, con las sombras en su gestión, los primeros. Así,
poco a poco, y con un gobierno presuntamente de izquierdas, los trabajadores se
fueron quedando huérfanos, en un mundo cada vez más hostil. injusto y
cruel.
Tragamos todos. Los trabajadores con trabajo, los primeros.
Nos hicieron creer que quienes caían a nuestro alrededor se lo merecían, por
vagos, por díscolos o por lo que fuese, y lo creímos a pies juntillas. En la
SER, donde me tocó vivir esta trágica involución, poco a poco, becarios
repescados, gracias a los contratos en prácticas introducidos por Felipe
González, iban sustituyendo a quienes se jubilaban o se iban, encadenando un
contrato detrás de otro, cumpliendo jornadas inhumanas muy superiores a las
firmadas, siempre con el palo y la zanahoria de la calle o la renovación. Así,
de un día para otro, la plantilla de la SER y de muchas otras empresas, fueron
perdiendo trabajadores con derechos y experiencia, que fueron sustituidos por
otros más jóvenes y desprotegidos.
Sin embargo, la pérdida de derechos laborales no es el único
mal de esa esa estrategia empresarial consentida por gobiernos y, por qué no decirlo,
también sindicatos, porque, además, los trabajadores bajo amenaza son más
maleables y acríticos, algo que, por ejemplo, ha dado al traste con el
prestigio y la calidad de nuestra prensa.
Las distintas reformas laborales han sido los grilletes que
los sucesivos gobiernos han cerrado sobre los trabajadores. De todas ellas, la
última, la del PP, ha sido el instrumento definitivo que Rajoy ha puesto en
manos de sus amigos, los empresarios, para devolver a los trabajadores a
niveles de explotación que hace décadas creíamos superados. Lo peor de todo, lo
más vergonzoso, es que han tenido que ser los tribunales europeos los que han
venido a sacar los colores a este gobierno que se ha hartado de decir que todo
lo que hacía lo hacía por nuestro bien y pensando en Europa. Una mentira
descomunal que incluye a los tribunales españoles, complacientes con leyes a
todas luces injustas, una mentira que ha convertido a trabajadores orgullosos
de serlo a mano de obra barata de usar y tirar.
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