Después de muchos años de profesión y de haber tratado con
muchos de ellos, he llegado a la terrible conclusión de que el mayor defecto,
el mayor pecado, de los políticos, al menos en España, no es, en contra de lo
que podamos pensar, no es el de la codicia, ni siquiera el de la mentira,
porque el mayor de sus pecados es, no me cabe duda, el de la soberbia.
Y no es pequeño ese pecado, sobre todo entre quienes tienen
por vocación, al menos en teoría o al menos eso dicen, la consecución del
bien común y el buen gobierno de lo público. Bien es verdad que demasiadas
veces el bien común "se les importa una higa" y que el buen gobierno
que de ellos se espera se queda en uno nefasto, en el que lo único importante
parece ser llenar a rebosar los bolillos propios, los de los amigos y los de
gente a la que desprecian, pero a la que necesitan para trampear en la
financiación de sus campañas para las elecciones, ese examen que han de pasar
cada cuatro años, para seguir contando con el favor de los ciudadanos, no durante
otros cuatro años, sino ese día crucial en que estos introduzcan un papel, con
su nombre o cualquier otro, en una urna.
No es un pecado pequeño, porque la soberbia es esa ceguera
con que los dioses castigan a quienes se empeñan en ser como ellos. Una ceguera
que les impide, no sé si ver, pero sí reconocer sus defectos y limitaciones y
que, cuando pierden el favor de los votantes, les lleva a pensar que son estos
y no ellos mismos los equivocados. Un pecado, la soberbia, que les lleva a
cortar cualquier con la realidad y a alejar de su lado a quienes acercan a sus
oídos el incómodo mensaje de la verdad. Sólo así puede entenderse la deriva
del, todavía presidente en funciones del gobierno de Cataluña.
Hemos de tener absolutamente claro que Artur Mas necesita tanto
como respirar alcanzar de nuevo la presidencia de la Generalitat. Y dice que lo
suyo es el afán de culminar "el proceso", el afán de que sea su
nombre y no otro el que figure como el del primer presidente de una todavía
lejana república catalana independiente. Pero, ante la insistencia del
president, yo soy más dado a pensar que las cosas son tan simples como parecen
t que Mas no es más que un tipo tan hábil y ambicioso como tramposo, al frente
de un partido tan tramposo como el mismo, enterrado en el cieno de la
corrupción después de décadas de un gobierno despótico que contó con la
aquiescencia de una prensa servil y la soberbia, otra vez la soberbia, de una
ciudadanía que prefirió siempre atender a los elogios interesados de lo que,
ahora y con indisimulada hostilidad, llaman Madrid y las apelaciones al
"seny", antes de mirar lo que estaba pasando a su alrededor.
Mas se sabe en la senda, si no de la prisión, sí del
banquillo, porque nadie con dos dedos de frente puede pensar que alguien
permanezca virgen e impoluto después de décadas en la cima de un partido y un
gobierno que se han demostrado corruptos y que, en menos de tres semanas,
tendrá que empezar a rendir cuentas en la Audiencia Nacional, en la figura del
hasta hace bien poco muy honorable e intocable Jordi Pujol.
Pujol, el mismo ensoberbecido antecesor de Mas al frente del
partido y, con un breve interludio a cargo del socialista Montilla, de la
Generalitat. El mismo personaje malencarado y faltón que se permitía callar las
bocas de periodistas díscolos o poco avisados, jefe o sólo jefe consorte de un
clan familiar que, para sí o como intermediario del partido -una vez que se
mete la mano en la caja resulta difícil parar- saqueó las arcas de
ayuntamientos y consejerías, a base de "mordidas" a todo aquel que
pretendía trabajar con la Generalitat o con los ayuntamientos gobernados por el
partido. Un tipo más que vulgar, cuya imagen encaja más con lo que ahora
sabemos de él que con su anterior honorabilidad.
A Pujol le perdió la soberbia, esa soberbia que le impidió
poner límite al saqueo y tomar conciencia de que tanto descaro en el saqueo iba
a tener consecuencias y no podía durar. Pues bien, a Mas, fiel mano derecha en
su desgobernado gobierno también le ha perdido la soberbia, ese creerse la quimera
de la independencia para ya, una independencia que necesitaba para sobrevivir y
por la que, una vez conocido su fracaso electoral, estuvo dispuesto a darlo
todo, lo que tenía y lo que no.
Demasiada necesidad y demasiada soberbia. Tanta como para no
ver que, pese a lo que llegó a creer, no era más que el tonto útil, el
instrumento capaz de acometer y firmar cuando fue preciso cada uno de los pasos
marcados en la famosa "hoja de ruta", la misma soberbia que el
impidió ver que, al final, las bases de un partido "revolucionario",
con el que, ahora, dice que no iría ni a la esquina, le negaría los votos
necesarios para su coartada.
Más, como todos los soberbios, cuando se ha visto con la
partida perdida, ha perdido las formas y parece empeñado en parecerse a su
mentor Pujol, volviéndose faltón y sin cintura, sin ser consciente, otra vez la
soberbia, de que, sin la púrpura del poder, poco o nada le queda de vida
política.
En su delirio soberbio, Mas ha llegado a comparar la
negociación, en la que tanto y durante tanto tiempo se ha dejado humillar, con
una subasta de pescado. Sin darse cuenta de que lo suyo no era más que morralla
y la morralla, pescado deteriorado y de poco valor, y, ya se sabe, la morralla difícilmente se vende.
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1 comentario:
Totalmente de acuerdo...
Saludos
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