A treinta y seis horas del debate más calificado de la
reciente historia democrática de España -único, decisivo, histórico, etcétera-
seguimos, yo mismo lo hago, hablando de él y os aseguro que, al menos en mi
caso, no para bien.
Reconozco que difícilmente puedo servir de ejemplo de la
gran mayoría de quienes lo vieron, pero os aseguro que, a mí, poca o ninguna
duda me disipó el espectáculo. Tanto es así, que lo vi sólo a ratos y, a pesar
de ello, al escuchar los resúmenes que de él se hicieron en radios y
televisiones en ningún momento he tenido la sensación de haberme perdido nada.
Bien es verdad que, ya fuera del plató y una vez celebrado
el debate, lejos de la cortesía y las buenas maneras que, se supone, les
exigieron los convocantes los aspirantes a presidir el gobierno, no quien
ofició de guiñol adelantado del que está en funciones y estaba de puente, se
han enzarzado en una pelea por cosechar el voto útil que se ha convertido en
las únicas sal y pimienta de la campaña vistas hasta ahora.
Me refiero, claro, al arranque de furia del candidato
socialista, preocupado ahora por la inanidad que sus estudiadas maneras
transmiten a sus posibles votantes. Pero, antes de seguir por ahí, creo que es
más que necesario dejar claro que el debate del lunes fue un debate tramposo,
porque, de golpe y sin dar explicaciones del porqué, redujo los candidatos a
cuatro, y, eso, dando por bueno que Soraya lo fuese, y dejó fuera a Andrés
Herzog de UPyD y a Alberto Garzón, candidato de Izquierda Unida-UP y vencedor
para muchos del último debate sobre el Estado de la Nación celebrado en el
Congreso.
Una ausencia la de Garzón y Herzog difícilmente explicable,
sobre todo, porque ambos representan a formaciones con representación
parlamentaria y porque, también ambos, representan a esa generación llamada a
renovar la política de este país, anquilosado en el bipartidismo y la
"profesionalización" de la política.
Dar por bueno haberlos dejado fuera del debate tiene difícil
explicación y, por si fuera poco, es parte de un juego peligroso: el de dejar
en manos de los medios de comunicación la criba, la decisión de quienes deben o
no cruzar sus ideas en horario de máxima audiencia, es rendirse en silencio y
sin lucha en una batalla demasiado importante para el futuro, porque aceptar
esas normas es consentir que quienes no representan más que a sus empresas,
pendientes siempre de la concesión de licencias para expandirse o seguir
emitiendo, decidan quién tiene derecho y quién no a cruzar sus ideas con las de
otros candidatos en el salón de casa de sus hipotéticos votantes.
Dar por bueno que la representatividad de los participantes
la decidan las encuestas es ponerse en manos de otras empresas, las que
elaboran las encuestas, que no siempre demuestran buen tino en sus predicciones
y que demasiado a menudo se convierten en la voz del amo que las encarga y que
poco a poco, combinando los esfuerzos de unas y otras, acaban configurando un
estado de opinión que no siempre coincide con el verdadero sentir del
electorado.
En mi opinión, el debate de Atresmedia incumplió demasiadas
reglas para tomarlo como escaparate de las soluciones que necesitan los
ciudadanos. Incumplió por ejemplo la regla de la ecuanimidad al condenar a las
tinieblas a los dos candidatos mencionados, quizá a más, e incumplió la de la
verdad, al admitir que, en el debate, Rajoy participase "por
poderes", representado por la vicepresidenta, sin libertad para expresar
su verdadero pensamiento y sin capacidad para responder a las acusaciones de corrupción
a un partido, el suyo, en el que entraba y salía según le convenía.
Y no sólo eso, porque el sinvergüenza al que representaba se
ha permitido juzgar y criticar a aquellos a quienes no tuvo9 el valor de
enfrentarse, poniéndose, ahora sí, el traje de candidato en cuanto su guiñol
hizo mutis por el foro.
En fin, no vayáis a pensar que odio los debates, porque ni
siquiera rechazo éste. Lo que ocurre es que los debates se convierten en un
subterfugio, en una fotografía tramposa de la campaña, en la que pesa más el
espectáculo que la realidad, en la que un candidato hábil pude machacar a otro
sincero, en la que pesan más la simpatía que la empatía. Lo que ocurre es que,
al final, unos y otros nos envuelven con su labia y la de sus opinadores a
sueldo y acabamos aceptando que esas dos horas resumen los cuatro años de
legislatura vencida y los cuatro de la que está por venir.
Por decirlo de otro modo, estamos en medio de una epidemia
de debatitis y más nos vale vacunarnos cuanto antes para no tomar decisiones
alucinados por la fiebre con que se manifiesta. Y os aseguro que algunas cepas de esta enfermedad son muy peligrosas
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1 comentario:
Ciertamente nos hemos ido al "otro" extremo !
Saludos
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