Evidentemente, para disparar indiscriminadamente una
ballesta contra los profesores y compañeros de tu instituto hace falta esa
ceguera que dan la rabia y la locura. Sin embargo, para salir de casa con una
ballesta y un machete, para apuñalar mortalmente al profesor herido de un
flechazo y para tratar de incendiar el centro hace falta algo más que un rapto
de locura. Para llegar a ese punto hace falta una sociedad que adora y cultiva
la violencia, hacen falta una sociedad y una familia incapaces, si no de frenar
determinadas aficiones y conductas, sí de detectarlas, hace falta que la
presencia de la ballesta, el machete y una pistola de balines no disparen las
alarmas, hace falta una televisión en la que el único dios sea la
violencia, hacen falta películas y series llenas de explosiones, disparos,
puñaladas y puñetazos. Haca falta, como diría Rajoy, "mirar para otro
lado", para no verlo, cerrar los ojos y las orejas para no tener que
enfrentarse a los gritos y los portazos de un "niño" violento, poner
en sus manos una consola y todos los juegos que pida, aunque se esté perdiendo
en ellos, sin llegar a discernir la realidad entre tanta violencia gratuita y
fácil.
Desgraciadamente, lo sucedido ayer en el instituto Joan
Fuster no es una excepción, como alguien ha apuntado. Las consecuencias sí son
excepcionales, pero la violencia latente en algunos alumnos, el culto al grito
y al insulto, la violencia callada ejercida contra compañeros, el acoso, el
odio están, por desgracia, más presentes en las aulas, de lo que sería
deseable. En las aulas y en una sociedad a la que le viene muy bien la
amputación de los sentimientos. Una amputación que, más adelante, va a resultar
muy útil y rentable, en la oficina, la fábrica, el taller o el cuartel, una
amputación que deja fuera a los "nenazas" y, lo sé por experiencia,
coloca por encima del resto a quienes son capaces de gritar en un despacho y de
despedir y humillar a un compañero, a sabiendas de que lo que hace es injusto,
si así se lo pide la empresa.
Lo queramos ver o no, lo ocurrido ayer en el Joan Fuster es
fruto, extraño fruto, de la sociedad que cultivamos. Es ese ejemplar de forma y
proporciones extrañas que de vez en cuando brota en el surco, junto a
ejemplares ·normales", por exceso de abono, por una mutación o por
descuido, pero que lo hace debilitando y anulando a los otros. Un ejemplar que
puede acabar siendo "de exposición" o arruinando el huerto.
He visto demasiados niños, mocosos apenas, patalear, chillar
y pegar a sus padres y hermanos, en supermercados, restaurantes, vagones de
metro y restaurantes. Y he visto a sus padres dimitir de su obligación de
educar, de marcar los límites, de ejercer la autoridad y la fuerza necesarias
para evitar que nuestros hijos hagan o se hagan daño en ese mundo real del que,
a veces, excluimos a la familia. Los he visto y me he preguntado qué sería de
ellos, hasta dónde llegaría la insatisfacción creciente que cultivan sus padres
en ellos. Los he visto y he temido el momento en el que ese niño que grita y
patalea hoy se enfrente a un agente de la autoridad o a alguien más gritón, más
fuerte y más malvado que él.
Dimitimos de nuestro papel de padres y lo hacemos porque en lugar
de querer a nuestros hijos lo que queremos es que nos quieran. Nos preocupamos
de darles todo lo que quieren y podemos darles y pretendemos que sean sus
maestros quienes les eduquen, aunque sin, eso sí, reconocerles la autoridad
para hacerlo. Por eso está desapareciendo la figura reverencial y referencial
que antes era el maestro, un personaje fundamental en la vida de cualquier
ciudadano, del que muchos aún guardamos grato recuerdo, pese a algún que otro
pescozón. Todo por un sueldo miserable, quizá lo único en que les igualan los
de ahora, aunque a veces, como ocurrió ayer en Barcelona con el interino
asesinado por su alumno, hacer bien su trabajo, que es entre otras cosas
proteger a su clase, les cueste la vida.
El alumno que ayer acabó con la vida de este profesor es
menor d eedad y, por tanto, inimputable. Pero alguien, sus padres, la sociedad,
la escuela deberían asumir la responsabilidad de lo que ha pasado. Y no debe
bastar con condolencias y minutos de silencio “televisables”. Ni con apenarse
de lo que le queda a la familia del autor de la muerte, porque más le queda por
sufrir a la de quien sólo quiso cumplir con su obligación.
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