Si se cumplen los pronósticos, la llamada Comisión
Internacional para la Verificación del Alto el Fuego de ETA podría anunciar hoy
algún paso significativo de la banda en su camino hacia el abandono
definitivo de las armas. Esta información, que hace apenas tres años
hubiese merecido titulares a cinco columnas y abrir telediarios, hoy apenas
tiene trascendencia. Y es así porque los humanos nos acostumbramos a lo
bueno, lo placentero, y olvidamos con demasiada facilidad lo malo.
Quién nos iba a decir, a nosotros que hemos oído estallar
las bombas de ETA o hemos tenido que ver los cuerpos de las víctimas de sus
artefactos o sus balas, que el final de la violencia, salvo para los que sufren
sus secuelas, iba a ser así, lento y, en cierto modo, plácido.
Y, sin embargo, era lógico que así fuera. Así lo fue el del
IRA en Irlanda del Norte. Y eso que aquel conflicto, con el que ETA ha
querido siempre equiparar al que ETA aún mantiene que sigue vivo en
Euskadi, fue más largo y más trágico, aunque tengo claro que, para cada una de
las víctimas, el dolor, su dolor, es único, y aquí, en Euskadi, no tenía
que ser de otra manera. Al final de un conflicto tan largo y tan imbricado en
la sociedad, como lo han sido uno y otro, aquí y allá, la paz llega
después de un acuerdo, cerrado a la luz o discretamente, que cada una de las
partes debe representar.
En esas estamos ahora, en la escenificación del final de
ETA, asistiendo a los aspavientos, llenos de intransigencia, de uno y
otro, aspavientos que no buscan otra cosa que masticar el acuerdo para que
sus fieles lo asimilen y disfruten de una plácida digestión de algo que, hasta
hace no tanto, parecía imposible de roer.
La verdad es que, salvo la agitación estimulada por el
TDT Party y la indignación de las víctimas que, a mi juicio, tan
erróneamente se está llevando al primer plano, la sociedad está asimilando ese
final soterradamente pactado sin darse cuenta, como la cicatriz de una vieja
herida que sólo se nos manifiesta cuando la vemos o nos la hacen ve, porque
mientras eso no ocurre, la normalidad diluye indignaciones y da tiempo para
razonar fríamente los pros y los contras del proceso.
Hace ya unos años, cuando José Luis Corcuera era ministro,
él o alguien de su entorno, ahora no lo recuerdo exactamente, en un
momento en que los golpes a ETA eran frecuentes, en lugar de "tirar"
de un triunfalismo de manual, me hizo ver que la solución no podía ser
sólo policial y me lo hizo ver con esta pregunta "de qué se trata, de
vengarse de ETA o de acabar con ETA", En aquel momento lo entendí
perfectamente: se trataba de acabar con ETA y con el dolor que produce.
Ayer mismo, el ministro Fernández Díaz, el mismo que
lleva dos semanas escenificando excusas para justificar la salvajada de la
plata del Tarajal en Ceuta, hablaba con desprecio del "teatro" que,
para él, suponen las ceremonias de los verificadores y los comunicados. No era consciente el ministro de que algunos pensamos que lo
suyo, si es que lo está haciendo bien, también debe ser puro teatro. El final
de una tragedia que ha costado más de mil muertos y muchos más heridos en el
cuerpo y en el alma, debe llegar como parece estar llegando éste: con silencio
y una gran dosis de teatro, porque, para la sociedad, para nuestros hijos,
aunque una y otros no sean hoy, o no sean nunca, conscientes de
ello, lo importante no es la venganza, sino el final de ETA. Aunque, claro está, no hay que dejar de pensar en el rédito electoral que, sobre todo al PP, le ha dado su intransigencia con ETA y eso ese lastre es difícil de soltar.
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