Andamos aquí, en la Comunidad de Madrid, enredados en
si los perros que se van a comer se van a comer a nuestros niños, son galgos o
son podencos. Y digo esto, porque nos hemos perdido en un debate jurídico -a
veces los debates jurídicos sólo sirven para explicar lo inexplicable- sobre si
los servicios sociales de la comunidad, que atendieron a una de las menores
sobre las que un profesor de un afamado colegio que regentan los agustinos en
Madrid, deberían haber puesto el asunto en manos de la Fiscalía de Menores o
no.
El caso es que, más allá de quién tendría que haberlo
denunciado o si los hechos eran denunciables, el hecho de no haber puesto el
caso en manos de las autoridades judiciales, unido a la miserable actitud
encubridora del centro propició que otras niñas cayesen en las garras del
monstruo al que se había encomendado a los alumnos. Menos mal que todo
trascendió, porque quién sabe cuántas niñas más hubiesen tenido que pasar
por lo que pasaron sus compañeras de no haber estallado el caso y haberse
producido la detención del profesor y la imputación del director y el jefe de
estudios del centro.
Al parecer, la ley no obliga a los funcionarios que tienen
conocimiento de casos como éste a llevarlos ante el fiscal y deja en manos del
menor afectado o de sus padres o representantes legales la iniciativa de la
denuncia. Eso es lo que ni entiendo ni puedo llegar a entender, porque no
entiendo qué es lo que se trata de proteger a costa de poner en peligro la
tranquilidad y la seguridad de las posibles, en este caso reales, víctimas
posteriores.
No lo entiendo. De verdad, no lo entiendo ni lo podré
entender nunca. Por qué seguimos aplicando en estos asuntos protocolos y
criterios de la iglesia católica, una institución que, está demostrado, está
corroída por la lacra de la pederastia y los abusos, hasta el punto de haberse
enquistado en ella en todos sus niveles, desde confesores y párrocos
a obispos y cardenales. Por qué siguiendo ese camino se inocula a la víctima la
culpa y la vergüenza, mientras se esconde al delincuente y se le deja en
condiciones de seguir delinquiendo.
No sé qué puede llevar a unos padres a renunciar al castigo
del culpable del dolor de su hija. Sobre todo, cuando está claro que el
enquistamiento de todo ese dolor es, sin duda, más grave y perdurable que el
causaría la catarsis de la denuncia. No lo sé. Pero creo que podría llegar a
entenderlo, sobre todo porque existe una fiscalía especializada en tratar casos
similares y se le supone todo el tacto y la discreción necesarios para
perjudicar lo menos posible a la víctima.
Lo cierto es que, por lo que sea, estos asuntos no
parecen ser los prioritarios para el gobierno de la comunidad de Madrid. Tanto
es así que la institución del Defensor del Menor, aquella a la que la
víctima hubiera podido recurrir al margen de lo que hubiesen decidido sus
padres, fue de las primeras en desaparecer con los primeros recortes de la
crisis.
Ahí seguimos, en si son galgos o son podencos, mientras
sigue habiendo niños y niñas en peligro de caer en manos de personajes
que, abusando miserablemente de su autoridad, la confianza y quién sabe si
la admiración de sus alumnos y alumnas, esperan acechantes el momento
de lanzarse sobre su carne joven.
Galgos, podencos... discutir sobre eso es perder
el tiempo. Lo grave, lo duro es que aquí, en España, se sigue tendiendo un
manto de silencio sobre estos asuntos. Lo malo es que se mantiene la consigna,
no se sabe en beneficio de quién, no desde luego en el de las víctimas
presentes o futuras, de callar y esconder. Algo así como "Silencio,
se abusa".
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