De vez en cuando, los españoles, los europeos, nos
despertamos de nuestros cómodos sueños o de nuestras peores pesadillas con el
sobresalto de una muerte colectiva de esos hombres y mujeres que llaman a
nuestra puerta acuciados por el hambre, la miseria y la guerra. Es duro. Tan
duro como lo sería encontrar cada mañana a la puerta de nuestras casas,
confortables o no, el cadáver de un indigente que trataba de acceder
a nuestra comida o nuestro confort. Pero no hay por qué preocuparse,
porque, al final, todo pasa y queda reducido a unas imágenes desagradables
en los telediarios a la incómoda hora de la comida o de la cena, a unas
explicaciones ´tan asépticas como inverosímiles del ministro
"portero" y a unas cuantas opiniones cruzadas sobre la conveniencia o
no de blindar la puerta de nuestra casa con alambradas o cuchillas.
Tragedias como la de ayer en la playa de Ceuta o como la
superlativa ocurrida hace apenas unos meses en aguas de Lampedusa
están ya protocoliazdas en las redacciones de los distintos medios de
comunicación y, cómo no, también para las autoridades que podrían paliarlas, si
no evitarlas. Todos hemos visto las imágenes de esos seres humanos detrás que
se mueven por centenares de una verja que contradice los propósitos de
cualquier estado democrático, también las de esas avalanchas con las
que, desesperados, tratan de alcanzar su meta a sabiendas de que apenas unos
cuantos van a conseguirlo y, si lo hacen, es a costa del fracaso de los
demás... y qué decir de las tristes imágenes de los cadáveres hinchados o los
cuerpos heridos o ateridos de frío, de esos hombres, mujeres y niños de mirada
perdida con una bebida caliente en las manos y cubiertos con una manta que,
muchas veces, es lo único que van a obtener del país que, por fin, han pisado.
Son pequeños sobresaltos que sufrimos ante un plato de
comida o con una taza de café en la mano, acompañados de su monótona
banda sonora de salmodias, mentiras o exageraciones, que no son sino otra forma
de mentira, sobre las circunstancias de lo ocurrido. Exageraciones que
alimentan temores ciudadanos y mentiras que tratan de justificar u ocultar los
excesos de quienes deberían esforzarse en hacer y cumplir y, sobre todo,
cumplir la ley.
En la tragedia de ayer perdieron la vida al menos nueve
personas -ese es el número de cadáveres recuperados- pero podrían ser o haber
sido más, porque se hizo fuego real o ficticio, con proyectiles de plomo o de
goma, contra seres humanos asustados que, en algunos casos, se enfrentaban por
primera vez y en pleno invierno a las frías y revueltas aguas del
mar. Desde el gobierno se insiste en que sólo hubo disparos de fogueo y en
que sólo se lanzaron pelotas de goma, pero no a las personas. Y lo dicen
para desmentir o esquivar las acusaciones de haber disparado a las cámaras de
neumáticos que los "asaltantes" que no sabían nadar usaron como flotadores,
flotadores inexistentes, según los corifeos del ministro y compañía, pese a que
pueden verse en las fotos de la escena.
Y mientras, la Europa que impone la política económica y
monetaria, la que legisla, y no niego que lo haga con razón, sobre el espacio
vital de las gallinas, mira para otro lado y únicamente se limita a las buenas
palabras y a las vagas promesas, cuando alguno de estos sobresaltos
ocurrido a las puertas del territorio de sus socios del sur les
despierta de su plácido sueño de opulencia.
Pero esa no es más que la política del avestruz, porque,
mientras no se ayude a que los países de los que proceden las víctimas
prosperen en democracia, trabajo y riqueza, los sobresaltos y el progreso
del radicalismo en África se sucederán cada vez con más frecuencia.
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