Una vez descubierto el pastel, una vez comprobado que, tras
el ímpetu nacionalista, tras todo ese entusiasmo, tras esa fe ciega, ese no
hacerse preguntas, esa eficacia a la hora de tocar a rebato para llenar las
calles, para tomarlas, apenas había nada, porque nada se había preparado para
el futro, uno no encuentra más que la confianza ciega en la providencia, divina
o no, como franciscos bondadosos que lo fían todo a su dios.
Demasiado para poder digerirlo con tranquilidad y demasiado
inconcebible si no es a través del filtro de una fe ciega en el destino, más
propia de los promotores de aquellas cruzadas medievales, en las que se
juntaban obispos guerreros y reyes ambiciosos con "lo mejor de cada
casa", dispuestos todos a alcanzar gloria y riqueza. Demasiado para un
tipo como yo, acostumbrado a ponerlo todo en duda, incluso el genio de Leo
Messi, demasiado para quien desde que tiene uso de razón cree que todo ha de
poder demostrarse y, por eso, no pisa una iglesia, si no es, y no siempre, por
compromiso.
Por todo ello, me tranquiliza saber de la fe católica de
algunos de los principales responsables del llamado "procés". Por
ello y porque confirma lo que más de un historiador ya había apuntado: que el
nacionalismo hunde sus raíces en el carlismo, atrincherado desde que fue
derrotado en determinadas zonas rurales en las que, no tan curiosamente, brotó
décadas después ese nacionalismo conservador del que hablamos.
No han sido uno ni dos los consellers encarcelados que, ante
el juez, han esgrimido sus creencias para justificar su puesta en libertad. Lo
ha hecho, por ejemplo, Oriol Junqueras en el escrito en el que se defiende del
cargo de rebelión del que se le acusa, escudándose en su condición de creyente
que le hace contrario a la violencia, olvidando quizá que aquí, hace casi un
siglo los obispos levantaban el brazo, algunos curas llevaban el fusil al
hombro y se bendecía a las tropas que entraban a sangre y fuego en las ciudades
en poder del enemigo.
Claro que una de las ventajas de los que creen es la
habilidad que adquieren para perdonarse faltas y pecados y el aprendizaje
de la relativización de la verdad, siempre que la mentira lo sea por una causa
justa que, curiosamente, ellos mismos deciden cuál es. Otra ventaja indiscutible
es la futilidad de la memoria que les confiere fiarlo todo a verdades absolutas
y, sobre todo, al arrepentimiento a tiempo y al perdón que lleva a la vida
eterna.
Si todo esto me indigna, que me indigna y cómo, lo que me
subleva es el desprecio con que se ha estado movilizando a la gente,
empujándola a un combate incierto, contándoles que la victoria es segura y
llevándoles a él bajo premisas, promesas, falsas de un paraíso al alcance de su
mano que, ahora, se ha tornado en la larga marcha de la derrota en la que, como
aquellos cruzados de entonces, cargados con su frustración y el dolor de lo que
pudo ser y no fue y lo que, además, han perdido.
También me indigna saber que, como en toda cruzada, los que
van a caballo, aparte de correr menos riesgos, cargan en él o sobre las
espaldas del escudero el botín, esa vivienda de doscientos metros cuadrados en
lo mejor de Barcelona que Artur Mas no quiere perder hasta el punto de andar
pidiendo "limosna" y clemencia para evitarlo. Y me indigna toda esa
gente que ha hecho del procés su modo de vida, aunque haya sido a costa de
paralizar "día sí, día no", una ciudad como Barcelona que, como
acabamos de comprobar, está perdiendo a borbotones un prestigio ganado gota a
gota durante décadas.
En fin, que, como el misterio de la santísima trinidad, lo
del procés parece ser una cuestión de fe, la fe que han puesto muchos, los
ciudadanos, en gente sedienta de gloria y con un cierto, demasiado, tufo a
incienso.
1 comentario:
Muy bueno ...
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